El olor a café recién hecho me despierta antes que el despertador.
Me estiro entre las sábanas —rosadas, obviamente— y sonrío antes incluso de abrir los ojos.
Zade todavía duerme a mi lado, con un brazo sobre mi cintura y el ceño ligeramente fruncido, como si hasta en sueños se resistiera a la idea de que haya cojines con forma de flor en su cama.
Me levanto con cuidado, tratando de no despertarlo.
Camino hasta la cocina y ahí está Eva, la santa patrona del penthouse, moviendo una olla como si fuera una extensión de su alma.
—Buenos días, mi niña —dice con su voz ronca y cálida, sin mirarme, pero ya sonriendo—. Dormilón sigue vivo, ¿o lo mataste con tanta decoración?
—Todavía respira —respondo entre risas, sirviéndome un poco de café—. Aunque ayer casi le da un ataque cuando vio las luces.
Eva suelta una carcajada.
—Me lo imagino. Ese hombre se asusta si le cambian el orden de los cubiertos.
—Exacto —le digo, tomando asiento en la barra—. No sé cómo ha sobrevivido tanto tiempo sin color en su vida.
—Porque no conocía a alguien como tú, cariño —dice ella, dándome una palmadita en el hombro antes de girarse hacia el horno—. Pero ahora que sí, ya no hay vuelta atrás.
Le sonrío, y ella me devuelve una mirada cómplice.
—¿Sabes qué es lo mejor? —le digo, bajando la voz como si estuviéramos planeando una travesura—. Que anoche lo vi intentar negar que le gustaba el rosa.
—¿Y?
—Falló miserablemente. Lo pillé mirando los cojines. Estoy segura de que le parecieron “aceptables”.
Eva deja la cuchara, se cruza de brazos y finge pensarlo.
—¿Aceptables? Eso en lenguaje de Zade significa que está enamorado.
Las dos reímos como si hubiéramos descubierto un secreto de Estado.
—Podríamos decir que el penthouse tiene nueva dueña —añade ella, sirviendo un plato con pan caliente.
—Shhh —le hago un gesto de silencio—. Si nos oye, va a salir con su cara de “yo controlo todo” y su voz grave de CEO.
Eva pone los ojos en blanco.
—Por favor. Ese hombre puede tener empresas, dinero y músculos, pero en esta casa tú eres la jefa.
—¿En serio?
—Por supuesto —dice, soltando una sonrisa pícara—. Míralo: duerme hasta tarde, se queja del color rosa, pero luego no dice nada cuando tú te quedas tres días redecorando su casa. Si eso no es amor, no sé qué es.
Nos reímos otra vez.
Y justo en ese momento, una voz grave interrumpe la conspiración:
—¿De qué están hablando tan temprano?
Zade aparece en la puerta, despeinado, con el pantalón de chándal bajo y la camiseta pegada al cuerpo. Tiene cara de “recién despierto” y “ligeramente amenazante”, lo que en su caso se traduce a irresistible con ojeras.
Eva y yo nos miramos sin decir nada.
Ambas sonreímos.
Demasiado sincronizadas.
—De nada importante —respondo, dándole un sorbo a mi café.
—Solo del clima —añade Eva, con una inocencia sospechosa.
Zade alza una ceja.
—Claro. El clima.
Camina hacia la cafetera y se sirve una taza, sin apartar la vista de nosotras.
—Siento que están tramando algo —dice, tomando el primer sorbo.
—No estamos tramando —corrijo, divertida—. Solo comentábamos lo acogedor que está el penthouse últimamente.
—¿Acogedor? —repite, fingiendo indignación—. Está invadido por el ejército rosa de Audrey.
—Y aun así duermes como un bebé —responde Eva, sin dudar un segundo.
Zade gira hacia ella.
—¿Tú también, Eva? ¿De qué lado estás?
—Del lado de la decoración decente, cariño —dice ella, secándose las manos con el delantal—. Ese gris monótono tuyo me tenía deprimida.
Yo estallo en carcajadas.
Zade suspira, frotándose el puente de la nariz.
—Esto es una traición doméstica.
—No, cariño —dice Eva, sonriendo—. Esto es una intervención.
—Perfectamente organizada —añado yo, alzando la mano para chocar los cinco con Eva.
Ambas lo hacemos, con un golpe triunfal.
Zade nos mira con incredulidad.
—No puedo creerlo. Se aliaron.
—Siempre lo estuvimos —dice Eva.
—Y ahora tenemos poder —añado yo, divertida.
—Dios mío… —murmura, dando otro sorbo a su café—. Mi vida se convirtió en una sitcom.
—Y tú eres el protagonista gruñón —responde Eva, sonriendo como una villana adorable.
Él suelta una risa resignada.
—Perfecto. Entonces espero que al menos me den un buen guion.
—Depende de tu comportamiento —le digo, levantándome para poner la mesa—. Si sigues quejándote del rosa, el próximo paso será ponerle luces al baño.
Zade deja la taza de golpe.
—Ni se te ocurra.
Eva me guiña un ojo.
—Yo puedo comprar las luces si hace falta.
Zade se lleva una mano al pecho, fingiendo dolor.
—No puedo creer esto… mi propia cocinera.
— Tu decoradora y tu novia —respondo con una sonrisa dulce—. Qué afortunado eres, ¿no?
Él me mira de arriba abajo, y la sonrisa cambia.
Se suaviza.
—Sí —dice al fin, bajando la voz—. Bastante afortunado.
Eva finge toser y se da media vuelta.
—Bueno, yo voy al mercado. No quiero presenciar lo que sigue.
—¿Qué sigue? —pregunta Zade, haciéndose el inocente.
—Nada que una señora decente deba ver —responde Eva desde la puerta—. Pero si mueven los muebles, dejen todo donde estaba.
Salimos los dos riendo.
Y cuando la puerta se cierra, Zade me toma por la cintura y me atrae hacia él.
—Sabes —dice en voz baja—, debería despedirlas a las dos por conspirar contra mí.
—No podrías. Nos necesitas.
—¿Ah, sí?
—Sí —susurro—. Porque sin nosotras, tu vida sería en escala de grises otra vez.
Él sonríe, y antes de besarme, murmura:
—Entonces que nunca vuelva el gris.
Y así, entre risas, café y sarcasmo, el penthouse —con sus luces rosadas y su caos delicioso— vuelve a llenarse de vida.