Perspectiva: Audrey
Han pasado tres días desde que llegamos a la cabaña, y debo admitirlo: esto se siente como un respiro.
El silencio del bosque, el sonido del viento contra los ventanales y el olor constante a madera y chocolate caliente me hacen sentir que el mundo quedó en pausa.
Zade pasa las mañanas en su portátil, revisando correos y fingiendo que no me mira cada cinco minutos.
Yo leo, camino por la nieve o lo molesto hasta que cede y deja el trabajo de lado.
Esta mañana, por ejemplo, decidí esconderle el celular.
—Audrey —dice desde la sala, en ese tono bajo que mezcla paciencia y advertencia.
—¿Sí?
—¿Dónde está mi teléfono?
—¿Tu teléfono? No tengo idea de qué hablas —respondo, fingiendo inocencia mientras tomo un sorbo de café.
Él cruza los brazos y me observa con esa mirada que combina amenaza y diversión.
—Tienes tres segundos para devolverlo antes de que te persiga por toda la cabaña.
—¿Y si lo hago igual, aunque te lo dé? —pregunto, alzando una ceja.
Lo siguiente que escucho es su risa baja antes de levantarse. Corro.
Mis pasos resuenan en la madera mientras él me sigue, y no pasa ni un minuto antes de que me atrape por la cintura.
—Te lo advertí —susurra contra mi oído.
—No dije que me importara —respondo entre risas, intentando zafarme.
Sus manos me sostienen con suavidad, pero con esa firmeza que hace que mi corazón se acelere. Termina encontrando el celular en el bolsillo de mi sudadera, y levanta una ceja victorioso.
—¿Algo que decir en tu defensa?
—Sí. Que el trabajo puede esperar —digo, mirándolo de frente.
Por un instante, el ambiente cambia. Ya no hay risas, sino ese tipo de silencio que se siente en la piel.
Zade me mira como si estuviera intentando memorizarme.
Luego sonríe apenas y me besa la frente.
—Tal vez tengas razón —susurra.
—★‹🍝🍕›★—
Por la tarde, cocinamos juntos.
Bueno, intentamos.
Zade insiste en hacer pasta casera, pero su idea de “medir los ingredientes” es echarlos al azar. Termina con harina en el cabello y salsa en la camisa.
—Eres un desastre culinario —le digo, riendo mientras intento limpiar la encimera.
—Soy un hombre de negocios, no un chef.
—Dilo más fuerte, tal vez la pasta te crea.
Cuando por fin servimos el plato, ambos lo probamos al mismo tiempo y nos miramos con cara de derrota.
—Tiene… personalidad —dice él, intentando ser optimista.
—Tiene sabor a harina cruda —respondo, soltando la risa.
—Bien. Pizza congelada, entonces.
—Sabía que llegaríamos ahí —le contesto, guiñándole un ojo.
...
Por la noche, estamos frente a la chimenea otra vez.
Zade tiene una manta sobre los hombros y yo estoy recostada sobre su pecho, escuchando su respiración.
Afuera, la nieve no deja de caer.
—Podríamos quedarnos aquí más tiempo —murmuro.
—¿Cuánto tiempo? —pregunta él, acariciando distraídamente mi cabello.
—No sé. Una semana. O un mes.
—¿Y la revista?
—Eva puede con todo mientras no haya incendios.
—Eva puede con incendios también.
—Cierto. Entonces… un mes.
Zade sonríe.
—Si me lo pides así, quizá te dé los tres.
—No abuses —le respondo entre risas.
Pero en el fondo, me gusta imaginarlo: los dos, lejos del ruido, sin cámaras, sin titulares.
Solo nosotros.
Él se inclina, apoya la frente en la mía y murmura:
—Te juro que nunca había necesitado tanto un silencio hasta que llegaste tú.
Mi corazón da un vuelco.
—Y yo nunca había querido tanto quedarme —susurro, apenas audible.
Él sonríe, besándome despacio.
La chimenea chisporrotea, la nieve cae sin prisa, y por un segundo, el mundo es solo eso: paz, calor, y la certeza de que todo lo que valía la pena se quedó aquí, en medio del bosque, entre nosotros.
El beso sigue hasta que Zade queda sentado en el sofá, yo a horcajadas encima de él.
No necesito ser muy explícita para que ustedes sepan que pasó después.