El sol de Madrid cae suave sobre los edificios cuando Zade me dice, con esa calma que siempre oculta un plan,
—Vamos a salir.
Levanto la vista del libro que intento leer por tercera vez.
—¿Salir? ¿A dónde?
—A vivir —responde, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Sus palabras me arrancan una risa corta.
—Zade, los medios aún no nos dejan en paz. Si salimos ahora, los fotógrafos van a—
—A hacer su trabajo —interrumpe él, encogiéndose de hombros.—Y nosotros el nuestro: vivir nuestra vida.
Sabe exactamente qué decir para desarmarme.
—Zade, no quiero ser portada otra vez.
—Entonces no mires las portadas.
Lo miro con esa mezcla de exasperación y ternura que solo él puede provocarme.
—Eres imposible.
—Y tú eres mía —dice con una sonrisa ladeada—. Así que vístete, tengo el día planeado.
---
Una hora después, estamos bajando del ascensor del penthouse.
Llevo unos jeans claros, un suéter beige y gafas grandes que, sinceramente, no disimulan nada.
Zade, en cambio, parece sacado de una revista de moda: camisa blanca arremangada, pantalones oscuros y esa sonrisa que hace que cualquier cámara quiera enfocarlo.
Francis los espera con el coche, pero Zade niega.
—Hoy no hay chofer. Vamos caminando.
—¿Caminando? —repito, entre incrédula y divertida.
—Sí. Dicen que ayuda a despejar la mente.
Caminar con Zade por las calles del centro es como pasear con un secreto demasiado grande.
La gente lo reconoce. Algunos disimulan; otros no tanto.
Y aunque intento ignorarlo, siento las miradas, los murmullos.
—Te lo dije —susurro entre dientes.
—Y yo te dije que no me importa —responde él, apretando mi mano.
---
Nos detenemos en una pequeña cafetería, una de esas con mesas de hierro forjado y olor a pan recién hecho.
Pedimos capuccinos y croissants.
Zade se quita el reloj y lo deja sobre la mesa, como si en ese gesto simple también se despojara del mundo que lo sigue.
—¿Sabes qué me gusta de esto? —dice después de un sorbo.
—¿De qué?
—Que por primera vez no estamos corriendo. No hay correos, ni juntas, ni nadie golpeando mi puerta. Solo tú.
Sonrío, aunque mi voz suena más frágil de lo que quisiera.
—Y decenas de cámaras escondidas detrás de las vitrinas.
—Deja que saquen fotos —responde, tomando un pedazo de mi croissant—. Así al menos el titular será “la mujer más hermosa desayuna con el idiota que no puede dejar de mirarla.”
Río, sin poder evitarlo.
Y en ese instante, por primera vez en semanas, me siento ligera.
Como si el ruido se apagara un poco, y el mundo se redujera al sonido de su voz y el aroma a café.
---
Pasamos el resto del día haciendo cosas que nunca habíamos hecho:
Compramos flores en un mercado callejero, compartimos helado, y terminamos viendo el atardecer desde el Retiro, con sus manos sobre las mías.
Zade me mira, serio, y dice:
—No quiero esconderte, Audrey. No quiero seguir viviendo entre puertas cerradas.
—No es eso —respondo, bajando la mirada—. Solo… me da miedo que te canses de todo esto. De tener que explicarle al mundo por qué estás conmigo.
—No tengo que explicarlo. Lo demuestro.
Sus dedos acarician mi mejilla.
—¿Sabes qué es lo único que quiero que piensen cuando nos vean juntos?
—¿Qué?
—Que tengo suerte. Porque la tengo.
Y cuando me besa, justo ahí, frente a las miradas curiosas y los flashes que sé que nos apuntan, entiendo que tiene razón.
No se trata de evitar el ruido.
Sino de hacer que deje de importar.
---
Horas más tarde, ya en casa, reviso mi teléfono.
Las redes están llenas de fotos nuestras.
Pero esta vez no me duele verlas.
Porque entre todas las imágenes —él riendo, yo mirando hacia otro lado, nuestras manos entrelazadas— hay una en especial:
Zade inclinándose hacia mí, con esa mirada que no necesita palabras.
El pie de foto dice:
> “Zade Morgan y Audrey Morrison, más enamorados que nunca.”
Y por primera vez… dejo el teléfono sobre la mesa, sonrío, y pienso que tal vez, solo tal vez, ya no necesito esconderme.