Inédito

Capítulo 75

El primer pensamiento que tengo al despertar es que huele a café.
El segundo, que algo anda muy, muy mal.

Porque lo último que recuerdo de anoche es a Audrey quedándose dormida sobre mí, mientras Edward Cullen decía por quinta vez que era un monstruo peligroso.

Abro los ojos y me encuentro con la escena más sospechosa posible: Audrey está sentada en la cama, con una taza entre las manos, y en la pantalla frente a nosotros… Amanecer: parte 2.

—No. —mi voz sale ronca, pero firme—. No otra vez, Audrey.

Ella gira lentamente, con una sonrisa que debería estar prohibida por la ley.
—Buenos días, amor. Dormiste mucho, así que decidí adelantarte.

—¿Adelantarme a mi tortura?

—A la mejor parte —corrige, dándole un sorbo a su café—. La batalla final.

Me paso una mano por la cara, en un intento de procesar que estoy viviendo una secuela del infierno cinematográfico.
—¿Por qué haces esto?

—Porque te amo —dice sin dudar—. Y porque anoche roncaste justo cuando Jacob se quitó la camiseta. Tenía que compensarte.

—¿Compensarme o traumatizarme? —respondo, levantándome de la cama—. Audrey, ni los contratos con inversionistas son tan largos como esta saga.

Ella suelta una carcajada tan genuina que no puedo evitar sonreír, aunque lo intente.
Se encoge de hombros y me mira con esa mezcla de dulzura y picardía que siempre me desarma.
—Admítelo, te gusta verme feliz.

—Sí, pero no tanto como para sobrevivir otra boda vampírica.

Audrey deja su taza sobre la mesita y se levanta. Lleva una camiseta mía, que le llega hasta los muslos, y sus pies descalzos hacen un sonido suave al moverse sobre la alfombra.
Se acerca, apoya las manos sobre mi pecho, y con esa voz suave que usa cuando sabe que tiene ventaja, murmura:
—Te haré desayuno si la ves conmigo.

—¿Desayuno con jugo de naranja o con sangre tipo A? —respondo sarcástico.

Ella ríe, se estira en puntas y me da un beso rápido en la mandíbula.
—Con panqueques. Y si te portas bien, con crema batida.

Cierro los ojos un segundo. Dios, es imposible negarle algo.
—Está bien—cedo con un suspiro exagerado—. Pero solo porque soy débil y porque los panqueques me pueden.

—Sabía que cederías —dice triunfante, regresando a la cama como si hubiera ganado una guerra.

Me siento a su lado, resignado.
En la pantalla, los vampiros brillan, los lobos rugen, y mi novia sonríe como si estuviera viendo la obra maestra del cine.
Yo la observo de reojo.
Y aunque cada diálogo me haga perder neuronas, verla reír, emocionarse y recitar frases de memoria hace que valga la pena.

Al final, cuando aparecen los créditos y Audrey suspira con un:
—Es perfecto.
Yo solo puedo responder:
—Perfecto sería si ahora pusieras Harry Potter.

Ella me lanza una almohada directo al pecho.
—Ni lo sueñes.

Nos quedamos ahí, entre risas, restos de panqueques y una película que no pienso volver a ver en mi vida.
Pero mientras la miro —con el cabello despeinado, las mejillas suaves por el sueño y esa risa que lo ilumina todo— me doy cuenta de algo inevitable:

Puede ponerme todas las películas cursis del planeta, y aun así, la seguiría eligiendo.
Una y otra vez.




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