Zade.
No planeaba ir a la empresa ese día.
Pero había una reunión con el consejo y, sinceramente, necesitaba distraerme. Audrey y yo habíamos pasado los últimos días bien… demasiado bien. Y a veces, cuando las cosas son perfectas, el universo se encarga de recordarte que nada dura tanto.
Entré al edificio poco antes del mediodía.
El eco de los tacones y las conversaciones lejanas me resultó más molesto de lo habitual.
Quería terminar rápido e irme a casa. Verla.
Hasta que escuché su nombre.
—Audrey siempre contesta mis mensajes —dijo una voz masculina, cargada de orgullo tonto.
Me detuve.
No fue necesario mirar para saber quién era.
Nick.
Estaba apoyado contra una de las columnas del pasillo, hablando con un grupo de empleados. Su tono era relajado, casi confiado. Y esa frase, esa maldita frase, me perforó el pecho con la precisión de un bisturí.
Me quedé quieto, sin mostrar reacción, aunque el impulso por golpear algo me ardía bajo la piel.
Siempre contesta mis mensajes.
Las palabras rebotaban en mi cabeza, una y otra vez.
Como si me estuvieran tallando una verdad que no quería escuchar.
Audrey había prometido no volver a hablar con él. Lo dijo con lágrimas en los ojos. Lo dijo abrazándome. Lo dijo como si realmente lo sintiera.
Y aun así…
Pasé de largo sin mirar atrás, fingiendo indiferencia.
Por fuera, el mismo Zade Morgan de siempre: imperturbable, elegante, frío.
Por dentro, una tormenta entera.
...
Cuando llegué al penthouse, ya era de noche.
Las luces estaban encendidas, y el aroma a vainilla llenaba el aire. Audrey estaba en la cocina, con el cabello suelto y una camiseta mía puesta, moviendo distraídamente una cuchara en una taza.
Sonrió al verme.
—Hola, amor. Llegas tarde.
Asentí. No confiaba en mi voz.
Ella se acercó, intentando abrazarme, pero yo simplemente dejé el maletín sobre el sofá y caminé hacia el balcón.
No podía mirarla sin sentir ese nudo en el estómago.
—¿Todo bien? —preguntó desde atrás, su tono dudoso.
—Sí —mentí, observando la ciudad iluminada bajo nosotros.
Madrid nunca se veía tan lejana como cuando estaba molesto con ella.
Ella no insistió, y eso solo me dolió más.
Porque Audrey siempre insistía.
Pasaron los minutos. Silencio. Solo el ruido del viento colándose entre los cristales.
Yo seguía allí, quieto, intentando decidir si debía creerle… o creerle a Nick.
Finalmente apagué las luces, me quité el reloj, y me recosté en el sofá sin decir palabra.
No tenía fuerzas para discutir, ni para fingir que todo estaba bien.
Desde la habitación, escuché el sonido de sus pasos, lentos.
Una pausa.
Y luego su voz.
—Zade… ¿vas a dormir aquí?
No respondí.
Hubo silencio. Luego, el leve arrastre de algo por el suelo.
Minutos después, la vi aparecer con una almohada en una mano y una cobija en la otra.
Se quedó parada frente a mí, descalza, con esa expresión mitad tristeza, mitad determinación que solo ella podía tener.
—No sé qué tienes —dijo suavemente—, pero al parecer hoy dormiremos en el sofá.
Y se acostó a mi lado.
Yo seguí quieto, mirándola en la penumbra. Su cabello caía sobre su rostro, y aunque intentó no tocarme, podía sentir el calor de su cuerpo, apenas a unos centímetros.
Ese gesto… esa simple necedad de quedarse a mi lado incluso cuando no entendía nada… me desarmó.
No dije nada.
Solo me giré hacia ella, lo suficiente para verla cerrar los ojos.
Y me odié un poco, por no poder soltar el orgullo.
Porque si algo era cierto, es que no importaba cuánto me hiriera la duda,
nunca podría dormir lejos de Audrey.
—★‹🌪️🍪›★—
Audrey.
El silencio pesa.
No como cuando estás en paz, sino como cuando algo invisible te oprime el pecho y no sabes si llorar o gritar.
Zade no ha dicho una palabra desde que llegó.
Ni una.
Su mirada esquiva, sus movimientos medidos, su forma de evitarme…
todo en él grita distancia.
No entiendo qué hice.
O quizá sí, pero no quiero admitirlo.
Me acomodo un poco en el sofá, intentando que la cobija nos cubra a los dos.
Él sigue de lado, con los ojos fijos en algún punto del techo, inmóvil, como si respirar a mi ritmo fuera un esfuerzo que no quiere hacer.
—Zade… —susurro, casi temerosa.
Nada.
Cierro los ojos unos segundos.
Inhalo profundo.
Puedo oler su colonia, sentir el calor que desprende su cuerpo, escuchar el leve roce de su respiración.
Y, aun así, lo siento a kilómetros de distancia.
—No me gusta cuando haces esto —murmuro.
—¿Hacer qué? —responde sin moverse, su voz baja, contenida, casi cortante.
—Cuando te cierras así. Cuando me miras como si hubiera hecho algo terrible, pero no me dices qué.
Por un segundo creo que no responderá.
Pero lo hace.
—A veces no hace falta decirlo.
La frase me corta como un cristal.
Mis dedos se aprietan en la cobija, y un temblor leve me sube por el pecho.
—Si esto es por algo que escuchaste… o crees que hice, prefiero que me lo digas —le digo con calma, aunque por dentro me tiemblan las palabras.
—No quiero hablar ahora.
Su tono es frío. Distante.
No es el Zade que conozco. No el que me abraza mientras duermo ni el que me hace café por las mañanas.
Aprieto los labios.
—Entonces tampoco quiero que duermas solo.
Me muevo un poco, girando hacia él, hasta quedar de frente.
El sofá es estrecho, y nuestras rodillas se tocan.
Sus ojos bajan un instante hacia ese punto de contacto, pero enseguida se alejan.
—No entiendo qué te pasa, Zade —susurro—. Pero si vas a enojarte conmigo, al menos mírame cuando lo hagas.
Y lo hace.
Lentamente.
Sus ojos grises se encuentran con los míos, y por un momento veo algo ahí: dolor. Confusión. Celos.