El aire pesa.
No es el amanecer ni el silencio —es él.
Zade.
Su mirada fija, la tensión en sus hombros, la forma en que aprieta la mandíbula como si contuviera un millón de cosas que no se atreve a decir.
“Dime la verdad, Audrey.”
La frase se repite en mi cabeza una y otra vez, rebotando entre mis pensamientos como una aguja arañando un disco.
Podría explicarle. Podría decirle que fue un mensaje casual, una conversación corta, que no significó nada.
Pero… ¿de qué serviría?
Porque lo que realmente duele no es la duda.
Es que él me la tenga.
Me incorporo lentamente, sentándome frente a él.
—Zade… —susurro, con la voz casi rota—. No hay nada entre Nick y yo. No lo hay.
Él me observa, en silencio.
No dice nada, pero su expresión… su expresión lo dice todo.
No me cree.
—Solo fue un mensaje —continúo, intentando no quebrarme—. No lo busqué, él me escribió. Y respondí por educación, no porque quiera volver a nada de eso.
Sus ojos se endurecen.
—¿Por educación? —repite, y su voz tiene ese filo que corta más que grita—. ¿Y crees que eso justifica esconderlo?
—No lo escondí —respondo rápido, casi desesperada—. Simplemente no pensé que fuera importante.
—No pensaste —dice, más bajo esta vez, mirando hacia el suelo—. Eso es exactamente el problema, Audrey.
El silencio vuelve.
Pesado.
Denso.
Me muerdo el labio para no llorar.
—Zade, no puedes controlarlo todo. No puedes pretender que mi pasado se borre solo porque ahora estamos juntos.
—No quiero borrarlo —responde, levantando la vista, los ojos brillantes de rabia contenida—. Solo quiero estar seguro de que no me estás dejando fuera de tu presente.
Y ahí se me quiebra algo por dentro.
Porque entiendo.
Porque sé que lo dice desde el miedo.
Pero también sé que el amor no debería sentirse como tener que demostrar inocencia todo el tiempo.
Respiro hondo.
Intento mantener la voz firme, aunque mis manos tiemblan.
—Zade, yo te amo. Pero no puedo seguir así… no si cada cosa que hago te hace dudar de mí.
Él da un paso hacia mí, inseguro, como si no supiera si acercarse o alejarse.
—Solo necesito saber que puedo confiar en ti —dice, casi en un ruego.
Y yo sonrío, triste.
Porque no hay manera de convencer a alguien que ya decidió temer.
—Si no confías en mí, lo mejor será terminar —digo, sin gritar, sin lágrimas… solo con esa calma que duele más que cualquier pelea.
El silencio que sigue lo dice todo.
Ni él habla.
Ni yo.
Solo el sonido del reloj marcando los segundos, mientras el amanecer se convierte en día y lo que fuimos se apaga, lentamente, en medio del penthouse que alguna vez fue nuestro refugio.
Camino hacia la habitación sin mirar atrás.
Y por primera vez en mucho tiempo, Zade no me sigue.