Inesperado y Precioso

Prólogo

Había sido una larga noche, de esas que lo dejaban con el corazón en la garganta y un peso indescriptible sobre la espalda. Lo único que deseaba era descansar en su cama. Sin embargo, tras llegar al departamento, tomar una ducha y meterse entre las mantas, no consiguió sumergirse de inmediato en el sueño. Primero pensó en el muchacho de su edad que había quedado arrojado en el piso después de que un vehículo se estrellara contra su motocicleta en movimiento. Recordó que, a pesar de las heridas, seguía consciente. Lloraba. Pedía por su madre. Preguntaba por su novia que venía sentada detrás como acompañante. Mientras el equipo de paramédicos lo intentaba estabilizar para trasladarlo al hospital, Brett le sujetó la mano y murmuró: «Tranquilo. Vas a estar bien. Todo estará bien». Lo dijo tan seguro que incluso sonó a promesa. ¿Había hecho lo correcto al decírselo? ¿Y si luego nada estaba bien?

Aún se sentía frustrado. A veces divisaba cierto accionar ligeramente robótico en sus compañeros más grandes, probablemente se debía a la costumbre, a tantos años dedicándose a las emergencias. Brett, en cambio, llevaba solo dos años haciéndolo y estaba seguro que nunca podría acostumbrarse. La sangre corría caliente en sus venas. Había impulsos, emociones, la desesperada necesidad de proteger a los demás que nunca podría reprimir. Quizá por ese motivo se quedaba pensando en las personas que auxiliaba. Las historias quedaban pendientes. Una vez que los derivaban al hospital, su trabajo finalizaba. No volvían a saber de ellos. Así que a veces también se inventaba finales felices hasta quedarse dormido.

 

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Brett despertó sobresaltado a causa del sonido telefónico. Le tomó algunos segundos incorporarse. Adormecido, leyó en la pantalla «Molly» y atendió de inmediato.

—Ey, hermanita. ¡Feliz cumpleaños!

—¿Te habías olvidado? —reclamó la adolescente del otro lado.

—No, claro que no. Estaré en tu fiesta a la tarde —aseguró. De hecho, Brett intercambió su día de descanso en el trabajo para asistir a la celebración.

—Prometiste que me llevarías a desayunar —recordó. De inmediato se sintió un imbécil. Se esforzaba de sobremanera para no decepcionar a su hermana. Ella había crecido a su lado, bajo su protección, escondiéndose tras su pierna cuando algo le causaba miedo. A pesar de que la chica cumplía catorce años, Brett la seguía considerando su pequeña—. ¡Date prisa! Papá dijo que tengo que estar en casa al mediodía porque iremos a almorzar.

—Lo sé, lo sé. Solo estaba bromeando —mintió—. Dile a Elián que no se estrese, te llevaré a tiempo. Paso por ti en... —miró el reloj. Eran las nueve y media—. En diez minutos. ¿Sí?

—Bien. Pero no tardes, tonto.

Elián no era el padre biológico. Lo habían conocido cuando Brett tenía diecisiete y Molly, cinco años. Se había convertido en la pareja de Mila, una amable mujer que ayudaba en el comedor comunitario al que asistían para recibir una ración de comida. En aquella época, los problemas en casa y la nula atención que sus padres les daban, los llevaron a recurrir a ese tipo de ayuda. Sin embargo, crearon un vínculo con Mila que traspasó todo tipo de barreras haciendo que se convirtieran en familia y, eventualmente, efectuando una adopción legal. Fue así como Molly creció en el seno de una familia tradicional, donde los adultos se encargaron de protegerla y garantizar sus derechos. Celebraba cada uno de sus cumpleaños, tenía una educación de calidad, iba de vacaciones y era la hermana mayor de Valentina, la hija biológica del matrimonio.

Brett se reconocía como parte de la familia, pero su edad lo había llevado, naturalmente, a buscar su camino. Era como el hermano mayor que un día se marchó a la universidad y llegaba de visitas de vez en cuando, aunque con Molly hablaban casi a diario.

Presionado por el correr del tiempo, se metió a la ducha. Era un experto en darse baños rápidos. Salió con la toalla anudada a la cintura y algunas gotas de agua que se deslizaban frescas a través de los recovecos de su cuerpo. Buscó en su armario un boxer, un vaquero, una camiseta negra y la chaqueta de mezclilla. Tenía que darse prisa o su hermana le recordaría ese error en cada ocasión posible. De todas maneras, sabía que llegaría tarde. Así que para compensarlo, se detuvo en el puesto de flores que se hallaba a dos calles de su edificio. De pequeña, Molly solía amar los arcoiris y los unicornios, pero con el paso de los años su obsesión mutó a flores, aunque conservaba su gusto por los colores vivaces. Quizá era una tontería, pero a Brett le daba tranquilidad verla rodeada de colores, era como el símbolo de que no volvería a la vida oscura que alguna vez tuvieron. Molly era una niña querida, alegre y repleta de sueños.

Y a él también le hubiera gustado apartar ese lado oscuro, pero ni su cabeza ni su corazón podía olvidarlo. Aquel pasado había teñido una parte de su vida, lo llevaría siempre en su interior por mucho que doliera.

—¿Qué le doy, muchacho? —preguntó el gentil vendedor que tenía alrededor de sesenta y cinco años y un amor incondicional por su trabajo.

—Un ramo de... De gerberas multicolor, por favor —pidió, sonando como un experto en flores. En realidad se debía a un libro que su hermana llevaba a todas partes y él ojeó en un par de ocasiones.

Tenía buena memoria.

—Muy bien. ¿Algo más? —habló el hombre mientras terminaba de armar el ramo.

—Y una de esas tarjetas de cumpleaños. Gracias.

 

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Lo primero que hizo Amelia al despertar, fue leer su lista de quehaceres que llevaba apuntada en la agenda.

-Editar artículo sobre historia de amor.

-Ir al supermercado.

-Comprar cortinas.

-Revisar el mail (seleccionar próxima historia).




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