Inesperado y Precioso

Capítulo 4

En la casa dónde residían Mila y Elián, junto a Molly y Valentina, se respiraba un aroma característico llamado hogar. Cada paso hacia su interior, evidenciaba la presencia de una familia que la habitaba. El perchero de la entrada estaba ocupado por un par de abrigos de colores, también colgaban bolsos con brillitos y apliques juveniles. El televisor de la sala solía estar encendido, reproduciendo algún canal de televisión infantil o alguna serie familiar, de esas aptas para todo público. Si la televisión estaba apagada, se oía música: las canciones del momento sonaban en el reproductor musical del salón o desde la habitación de Molly, que era una apasionada del baile. Años atrás, tras decidir que su familia biológica ya no era un lugar seguro para ellos, Brett y Molly fueron acogidos por Mila y Elián. Al principio vivieron en un apartamento de lujo, aunque más pequeño. Después se mudaron a esa sofisticada casa, en la que Brett llegó a vivir por unos meses, hasta que se marchó a la universidad.

Aunque siempre le recordaban que allí tenía un lugar asegurado, Brett tenía ese melancólico sentimiento de estar fuera de lugar. Entre esas paredes, habían construído un sin fin de recuerdos de los que él no formaba parte. Así de simple y natural. De vez en cuando, se cuestionaba. Añoraba no haber tenido que crecer de golpe. No haber tenido que asumir responsabilidades que no le correspondían. Sin embargo, no se arrepentía en lo más mínimo. Quizá sacrificó parte de su infancia y adolescencia, pero Molly estaba bien. A salvo. Siendo parte de una familia que la adoraba. Tenía una mamá, un papá y una hermanita menor que la observaba cada día con admiración.

Esa tarde, luego de jugar entre risas videojuegos, Molly se aproximó a su lado en el sillón y le rodeó un brazo, tal como lo hacía cuando era una niña pequeña. Le sorprendió la repentina muestra de cariño, pero no se quejó.

—Tienes que venir más seguido —exigió, arrugando el entrecejo—. Aunque seas un tonto.

—Sabes que me gustaría estar contigo todo el tiempo, aunque me maltrates —bromeó él—. Pero tú tienes que estudiar e ir al instituto y yo no puedo faltar al trabajo.

—Lo sé —bufó—. A veces extraño cuándo paseábamos por la ciudad. Íbamos al parque, me comprabas un helado… Odio estudiar —concluyó, provocando una extensa sonrisa de ternura en Brett.

—Así que era divertido pasear por la ciudad, ¿eh? —se alivió al darse cuenta que ella lo consideraba un buen recuerdo. La verdad era que a veces supieron divagar por la ciudad porque no tenían a dónde ir. Brett siempre se las ingenió para camuflar a su hermanita la complicada realidad que les tocaba.

—Ey, ¿no quieres quedarte a cenar? Elián llegará en un par de horas. Podríamos hacer noche de pizzas —sugirió Mila, que ingresó a la sala de juegos con expectativas.

Brett sopesó la decisión durante unos segundos.

—No puedo. Tengo que ir al refugio —contestó—. Los voluntarios son pocos y necesitan ayuda. Ya sabés como es.

—Claro, lo entiendo —Mila lo contempló con orgullo—. ¿Sabes? Tengo un par de cajas con prendas de vestir y ropa de cama que me gustaría donar. Todo está en perfecto estado. ¿Crees que podrías llevarlo?

—Sí. Por supuesto. Te lo agradecerán —de pronto, sintió que el celular vibró. Lo sacó rápido de su bolsillo para chequear la pantalla. Era una estúpida notificación sobre una aplicación del clima.

Lo guardó decepcionado.

—¿Todo bien? —intervino Mila—. Has estado toda la tarde mirando ese teléfono.

—¡Es verdad! —su hermana también lo juzgo—. Ponías pausa solo para chequear los mensajes.

—¿Pasó algo? —indagó la mujer que en medio de esa ligera preocupación, reprimió una sonrisa.

—¿Ya tienes novia? —curioseó Molly.

—¿En qué momento esto se convirtió en un interrogatorio policial? —murmuró divertido—. No hay nada que tengan que saber —agregó, tratando de calmar la curiosidad—. Vamos por esas donaciones, Mila.

Desde esa noche en que le dejó su número de teléfono a Amelia, no pudo dejar de pensar en ella. Y sí, esperaba un mensaje. Un llamado. Cualquier tipo de señal. Pero los días pasaban y no había nada. Ni siquiera un simple «hola». De pronto, se encontraba pegado al teléfono y se sentía un imbécil por creer que ella lo llamaría. «Es obvio que no pasará. Solo la ayudaste. Hiciste tu trabajo. Eso es todo» pensó, resignado.

 

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El vendedor de la tienda la contempló con lástima. Amelia lo notó, por lo que intentó cubrirse con el cabello el moratón azul violáceo y aquel corte superficial que estaba cicatrizando en su frente. No lo consiguió del todo. Además, no le agradaba como se veía los mechones de pelo hacia ese lado, así que intentó restarle importancia. Después de todo, el vendedor no sabía cuál era su verdad.

Tras cobrarle, le entregó la compra y ella la metió en una bolsa de tela. Pesaba. Había comprado una nueva cerradura y los tornillos indicados para colocarla. Planeaba pedir un taladro a algún vecino o si no, se las ingeniaría de alguna manera, pero debía arreglar esa puerta. Sabía casi a ciencia cierta que por un largo tiempo Elijah no regresaría, no asumiría el riesgo de ser reconocido por los vecinos o ser capturado por la policía. Eso arruinaría de manera catastrófica su vida. Destrozaría la figura pública del ciudadano ilustre que había construído para convencer al resto de los habitantes a la hora de las elecciones políticas. Aún así, tenía la desesperante necesidad de sentirse segura; habían pasado cinco días de ese ataque y todavía le costaba dormir cada noche.

«No puedes quedarte todo el día encerrada. Tienes qué salir» le sugirió su amiga Zoe, en una de esas largas conversaciones que últimamente mantenían a diario. Lo hacían por teléfono. Ella era reportera de viajes y, en ese entonces, se encontraba realizando un documental en otro país.




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