Inesperado y Precioso

Capítulo 13

«Es demasiado pequeño» pensaba Brett cada vez que se daba cuenta que ese niño había llegado por su cuenta al refugio. Trozó las verduras e intentó concentrarse en ese simple movimiento, pero los recuerdos vinieron a su cabeza de todas formas.

Su familia biológica siempre había sido problemática: su padre, un tipo que prefería el alcohol y otra clase de sustancias adictivas por encima de todo y su madre, una mujer que nunca consiguió salir de la oscuridad en la que ese hombre la atrapó. Discutían muchísimo, casi siempre a causa del dinero que nunca alcanzaba. Ella trabajaba como camarera en una cafetería que por las noches se convertía en un bar donde los principales clientes eran hombres borrachos. Brett tenía memorias borrosas de aquel sitio, cuando tenía unos tres o cuatro años su madre solía llevarlo, pero luego lo empezó a dejar en casa. Se quedaba junto a su padre, que por lo general estaba ebrio y cada vez que obtenía un nuevo empleo, lo despedían al poco tiempo.

Recordaba ser testigo de todo aquello en silencio. La soledad era un estado que conocía a la perfección. Aunque mantenía la impresión de haber sido un niño con suerte, porque a pesar de la desprotección y la indiferencia, nunca le ocurrió nada grave. Un afortunado. Después llegó Molly. Por accidente, claro. Lo que menos necesitaba esa familia era otra boca para alimentar, pero ahí estaba. Una bebé diminuta que se ganó el corazón de Brett en cuánto la vio por primera vez entre los brazos de su madre. Él tenía trece años. Esa tarde prometió que no la dejaría pasar por lo mismo. Y cuidó de ella con todas sus fuerzas.

 

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—Escucha, pequeño. ¿Sabes cómo volver a casa? —Amelia preguntó con paciencia. Alex asintió—. ¿Puedes indicarnos el camino?

—Puedo volver solo —dijo con seguridad.

—Lo sé. Pero no tienes que volver solo. Aún eres pequeño y está lloviendo a cantaros—le explicó. Ella desconocía que no era la primera vez que hacía algo así—. Te llevaremos a casa.

—¿En serio? No me van a llevar con servicios sociales, ¿no? No quiero ir con ellos —se cruzó de brazos.

—No. No haremos algo así. ¿Por qué lo dices?

—Es que la otra noche se llevaron a mi hermanita. Mamá se ha puesto triste después de eso. La vi llorar —los adultos a su alrededor enmudecieron—. ¿Me prometes que no me llevaran ahí?

—Claro que no, enano —contestó Brett. Su voz había titubeado por un instante.

—Ven aquí —Amelia lo sujetó en sus brazos hasta despegarlo del suelo—. Te llevaremos a casa con tu mamá. No te preocupes, ¿si? Es una promesa —pronunció en un tono tranquilizador que causó un cosquilleo agradable en el corazón de Brett—. ¿Me das un abrazo? —Alex asintió y rodeó el cuello de Amelia, mientras escondía la cabeza en su hombro. Ella le dio una suave caricia en la espalda y conectó con Brett; ambos tenían los ojos acuosos.

—¿Les llamo un taxi? —propuso Cristina. Pese a la cantidad de tareas pendientes había seguido la cuestión de cerca.

—No. Traje el auto —respondió Brett.

Después de todo, había sido una decisión acertada usar el vehículo. Afuera llovía. El frío calaba hondo y tenían que llevar a un niño a casa, además de las raciones de comida que preparó con esmero. Mientras atravesaron el refugio hacia la salida, Brett contempló a Amelia de refilón. Seguía con Alex entre sus brazos, que parecía sentirse a gusto y había bajado la guardia. Toda esa energía con la que llegó, descendió notablemente. De repente lucía como un niño cansado que al ingresar a la parte trasera del vehículo, se hundió en un asiento y a medida que avanzaban por la carretera, los ojos se le cerraban de vez en cuando. Entre los dos se aseguraron de mantenerlo despierto, haciéndole preguntas para llegar al destino indicado. Alex probó que sabía a la perfección el camino hacia su casa, se guiaba a través de puntos de referencia, en lugar del nombre de las calles.

«Ese es el kiosko de la máquina de peluches. Ahí está el sitio amarillo donde venden conos de helado. Luego hay que pasar por el mercado que tiene un cartel rojo. Y doblar en la esquina del parque. ¿Ves la gasolinera? Es por ahí. ¡Ese edificio!» apareció una sonrisa cuándo visualizó el sitio a donde vivía. Solo quería estar de nuevo con su mamá.

—Eres muy inteligente, Alex. ¿Sabes?

Él asintió con suma convicción.

—Mamá siempre me lo dice.

 

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La entrada averiada de un antiguo edificio amarillento los recibió. Cuidadoso, Brett se asomó hacia el interior, notó un par de puertas en el primer piso y en medio, una escalera empinada. Volteó hacia el niño y le preguntó si recordaba en qué piso vivía. Alex asintió, levantó la mano y mostró tres dedos. Seguía aferrado al brazo de Amelia como si su vida dependiera de ese gesto. De inmediato, los tres se encaminaron en aquel espacio estrecho, pasando escalón por escalón, procurando no tropezar a medida que avanzaban. Alex exclamó «¡Es aquí!» cuando estuvieron frente a la puerta del apartamento correcto. La emoción se reflejó en sus ojos; claro que había sentido miedo mientras se escabullía a solas en la ciudad, pero no dejó de repetir que debía ser valiente y buscar la comida para él y su madre. Sin embargo, estaba convencido de que había conseguido mucho más que una ración de alimentos: Amelia y Brett se encontraban ahí, ellos podrían ayudarlos.

—¡Alex! ¡¿Dónde te habías metido?! —un adolescente de cabello oscuro y desprolijo apareció tras la puerta. Corrió hacia su hermano y lo estrechó entre sus brazos—. Casi nos matas de un susto. Estábamos por llamar a la policía.

Amelia y Brett intercambiaron miradas. Ninguno comprendía.

—Apareció en el refugio. En la calle Aldrich —indicó Brett—. Dijo que su mamá le pidió ir por comida.

—¿Ustedes quiénes son? —los miró con desconfianza.




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