Dormí poco.
O mejor dicho, casi nada.
Pasé la noche dando vueltas entre las sábanas, mirando el techo, esperando algo que nunca llegó: su respuesta.
Audrey no respondió mi último mensaje.
Y no es que esperara una declaración de amor, ni siquiera una conversación larga.
Solo… algo.
Una palabra.
Un “gracias”.
Cualquier cosa que me hiciera saber que todavía quedaba un puente entre nosotros.
Pero nada.
Silencio.
Me levanté antes del amanecer.
Preparé café, aunque apenas lo probé.
Me quedé apoyado en el balcón del penthouse, viendo cómo la ciudad despertaba, con ese tono gris y lento que me recordaba a ella.
Todo parecía tan rutinario, tan perfectamente igual, que dolía.
Me repetí que no debía escribirle de nuevo.
Que si no contestó, era por algo.
Pero la mente no entiende de lógica cuando el corazón insiste.
Pasé la mañana revisando correos, atendiendo llamadas, escuchando a mi equipo hablar sobre contratos y nuevos lanzamientos para Europa.
Todo sonaba tan lejano, tan ajeno.
Y cada vez que mencionaban su nombre —“Audrey dijo”, “la sede de Audrey mandó los archivos”— sentía una punzada en el pecho.
Casi al mediodía, mi asistente tocó la puerta del despacho.
—Tienes reunión con el consejo en veinte minutos, señor Crawford.
Asentí, sin apartar la mirada del correo que tenía abierto.
Era un informe de redacción, firmado por ella.
No un mensaje personal, pero… era su voz escrita.
Su forma tan particular de ordenar todo, de dejar notas entre líneas, casi como si hablara conmigo.
Leí el documento completo, aunque no necesitaba hacerlo.
Ya lo había leído dos veces solo por verla a través de esas palabras.
Era patético, lo sé.
Pero después de meses sin tenerla cerca, hasta un correo formal me parecía una conversación.
Al final del día, cuando todos se habían ido, volví al penthouse.
El cielo estaba nublado, igual que mi cabeza.
Me quité la chaqueta, aflojé la corbata y me dejé caer en el sofá.
Las luces de la ciudad se reflejaban en los ventanales y por un momento, juré ver su silueta allí.
Como si todavía viviera aquí, como si en cualquier momento fuera a salir de la habitación con una taza de té en la mano.
Cerré los ojos.
Y lo vi todo.
La primera vez que la traje a este lugar.
Su cara cuando vio la vista.
Las veces que discutimos, que reímos, que simplemente existimos en el mismo espacio sin decir una palabra.
Era mi casa, pero desde que se fue, dejó de sentirse como un hogar.
El teléfono vibró sobre la mesa.
Instintivamente lo tomé, esperando… no sé, un milagro.
Pero no era ella.
Solo una notificación del grupo de dirección.
Suspiré y lo dejé otra vez.
Tenía que detener esto.
Tenía que dejarla en paz.
Pero la mente seguía repitiendo una sola pregunta:
¿Y si ella también está pensando en mí?
A medianoche, me rendí.
Abrí la conversación.
El último mensaje seguía ahí, azul, leído.
Nada más.
Escribí algo.
Lo borré.
Volví a escribir.
Volví a borrar.
> No quería incomodarte anoche. Solo necesitaba decirlo.
Me quedé mirando la frase unos segundos, dudando si enviarla.
Pero esta vez, no lo hice.
La guardé en borradores.
Porque entendí que, por más que la quiera, no puedo obligar al tiempo a correr más rápido de lo que debe.
Apagué el teléfono, pero no logré dormir.
El sonido de la lluvia empezó a golpear los ventanales otra vez, igual que la noche anterior.
Y, sin saber por qué, me encontré sonriendo.
Porque en el fondo, aunque ella no respondiera, sentía que me había leído más allá de las palabras.
Y eso, de alguna forma, me bastaba por ahora.
Porque si algo he aprendido, es que Audrey siempre responde.
Tarde o temprano, lo hace.
Solo necesita su tiempo.
Y cuando lo haga… sé que nada volverá a ser igual.