Zade.
Hay correos que pesan más que cualquier decisión financiera.
El de Audrey llegó un martes a las 8:17 a.m.
Un horario perfectamente calculado, como si hasta en la despedida necesitara ser profesional.
> “Solicito mi traslado a una sede diferente, preferiblemente la más alejada a la central.
Necesito poner distancia.
Agradezco todo lo que aprendí en la central, pero necesito un nuevo comienzo.”
Lo leí tres veces.
Y aun así, no supe si lo entendía.
No porque las palabras fueran difíciles, sino porque el significado dolía demasiado.
Durante unos segundos, mi mente quiso reaccionar con la lógica que siempre me ha caracterizado:
dejarla ir, aceptar que la distancia es parte del proceso.
Pero luego recordé su risa, sus discusiones, el eco de su voz al recorrer los pasillos de mi oficina.
Recordé la forma en que su perfume quedaba impregnado en mi camisa cuando se apoyaba en mí sin avisar.
Y entendí que lo que estaba leyendo no era solo un traslado. Era un adiós.
Aun así, firmé la aprobación.
Porque si algo aprendí de ella, es que amar no siempre significa retener.
Y si la distancia era lo que necesitaba para sanar, no iba a ser yo quien se lo impidiera.
Cuando cerré el correo, el silencio del despacho se volvió insoportable.
Eva y Francis ya se habían ido de Italia hacía semanas, y la casa parecía más grande, más vacía.
La soledad tiene un sonido, y ahora lo escuchaba todo el tiempo.
Fue entonces cuando Rubi empezó a mostrarse… diferente.
Mi secretaria.
Eficiente, perspicaz, pero demasiado consciente del vacío que había en mi vida.
Al principio fueron solo comentarios al pasar.
—¿Y si salimos a despejarnos, jefe? —decía con una sonrisa que no tenía nada de profesional.
Luego vinieron los vestidos cortos, los escotes que no dejaban nada a la imaginación, las risas forzadas, los intentos torpes de provocación.
Ignoré todo.
Hasta que un día, mientras hablábamos de una reunión, apoyó la mano sobre mi brazo y dijo:
—Audrey tuvo suerte. No todas las mujeres pueden presumir de haber tenido a un hombre como tú.
No sé qué me molestó más: su falta de respeto hacia Audrey o la insinuación disfrazada de halago.
La miré con calma.
—Rubi, te daré un consejo gratuito —le dije—.
No confundas cercanía laboral con intimidad. Y no te atrevas a mencionar su nombre otra vez.
Ella sonrió, como si creyera que era parte de un juego.
No lo era.
Al día siguiente, firmé su despido.
Mi asistente personal me preguntó si estaba seguro.
Lo estaba.
No por enojo, sino por cansancio.
Porque después de Audrey, cualquier intento de imitación me parecía un mal chiste.
Esa noche, me serví una copa de vino y me quedé mirando la ciudad desde la ventana del penthouse.
Mil luces, mil vidas… y aun así, ninguna de ellas era la suya.
En el fondo, supe que, aunque aceptara su traslado, no iba a dejar de esperarla.
No sabía cómo ni cuándo, pero algo dentro de mí me decía que nuestras historias aún no habían terminado.
Y el destino —por cruel o bondadoso que fuera— siempre encontraba la manera de volver a cruzar los caminos que estaban atados desde el principio