Inevitable

Capítulo 11 - jugando con fuego

ZADE

El salón del Hotel Duval, en el corazón de París, estaba repleto de voces, copas tintineando y el suave murmullo de conversaciones en distintos idiomas.
Las luces cálidas, los ventanales altos y la música discreta creaban la atmósfera perfecta para lo que, oficialmente, era una cena de negocios.
Extraoficialmente… era un campo de batalla.

Porque a mi izquierda estaba Audrey.
Y cada movimiento suyo parecía una provocación cuidadosamente calculada.

Llevaba un vestido azul medianoche, con la espalda descubierta y el cabello recogido en un moño suelto.
Cada vez que inclinaba la cabeza para hablar con uno de los editores, un mechón caía sobre su cuello, y yo tenía que recordar cómo respirar.

Intentaba concentrarme en los informes.
En los números, en los planes, en todo lo que no fuera ella.
Pero Audrey nunca lo ponía fácil.

Mientras el director creativo hablaba sobre la nueva línea europea, vi cómo ella cruzaba las piernas, con total calma, ajena —o quizás no tanto— a la forma en que eso me distraía por completo.

Y entonces lo hice.
Un gesto mínimo.
Un roce apenas perceptible.

Moví el pie bajo la mesa y, con la punta del zapato, toqué suavemente su rodilla,y le subí un poco la falda del vestido.
Solo un instante.
Un roce casual que, si alguien más lo notaba, no significaría nada.

Pero para nosotros… significaba todo.

Audrey se tensó al segundo.
Vi cómo sus dedos se apretaban en su regazo.
No me miró al principio, pero la curva casi invisible en la comisura de su boca delató que sabía exactamente lo que hacía.

El director seguía hablando, pero yo ya no escuchaba.
Solo esperaba su reacción.

Y, cuando llegó, fue gloriosa.

Un golpe rápido, preciso.
El tacón de su zapato chocó contra mi tobillo con una fuerza sorprendente para lo discreto que fue el gesto.

Ni siquiera pude reprimir una sonrisa.
Ella sí me miró esta vez.
Esa mirada… fría, firme, pero con un destello que solo yo conocía.

Una advertencia.
Un “no empieces”.
O quizás un “continúa si te atreves”.

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AUDREY

Sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Zade Morgan podía dirigir un imperio editorial, hablar con empresarios y mantener su compostura frente a una sala llena de ejecutivos… pero debajo de la mesa, seguía siendo el mismo hombre que jugaba con fuego solo para ver si yo reaccionaba.

El roce fue tan leve que, por un segundo, pensé que lo había imaginado.
Hasta que lo volvió a hacer.

Mi piel se erizó, y tuve que sonreír disimuladamente para que nadie notara nada.
El equipo de relaciones públicas hablaba sobre fechas de lanzamiento, yo asentía, pero en mi cabeza solo podía pensar en el idiota a mi lado.

Moví el pie lentamente, tanteando el terreno.
Y cuando su zapato volvió a tocarme, respondí con un taconazo elegante, seco, directo.

Lo escuché jadear apenas, tan bajo que solo yo pude notarlo.
Me giré y lo miré, sin sonreír.
Mis labios apenas se movieron cuando murmuré:

—No te atrevas.

Zade se inclinó hacia mí, lo suficiente para que su aliento rozara mi oído.

—Demasiado tarde —susurró.

Cerré los ojos un instante, intentando recomponerme.
No podía dejar que me ganara.
No ahí, no en medio de toda la junta ejecutiva.

Así que cambié de táctica.
Comencé a hablar, fingiendo absoluta calma, mientras mi mano se movía bajo la mesa para empujarle un poco el portafolio con disimulo.
Nada evidente, solo lo suficiente para interrumpir su compostura.

Zade fingió no notarlo, pero lo vi apretar la mandíbula.
Yo seguí hablando, exponiendo cifras, proyectando fechas, con la voz firme y controlada.

Por dentro, sin embargo, el corazón me latía con fuerza.
Era absurdo, infantil, peligroso.
Y aun así, no podía evitar disfrutarlo.

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ZADE

Audrey Morrison.
La mujer que podía ponerme de rodillas con solo una mirada.

Cuando me golpeó con el tacón, supe que había ganado… o perdido, no lo tengo claro.
Porque, en ese momento, ya no había gráficos ni estrategias en mi cabeza.
Solo el recuerdo del vuelo, de su risa contenida, de sus labios rozando los míos en la penumbra del jet.

Y ahora estaba aquí, jugando conmigo en público, como si no acabáramos de cruzar esa línea días atrás.

—Zade —dijo ella, con tono profesional—, ¿podrías revisar el punto seis del informe?

Su voz era tan tranquila que por poco olvido que, bajo la mesa, me acababa de empujar el maletín con un gesto de advertencia.

—Claro —respondí, recuperando la compostura.
Pasé las hojas, fingiendo interés—. Aunque… creo que tú lo explicas mejor.

Ella alzó una ceja.
—¿Y por qué lo crees?

Sonreí.
—Porque siempre supiste cómo captar la atención de una sala entera.

Un silencio denso se apoderó de la mesa.
Algunos rieron, otros siguieron escribiendo, pero solo ella entendió el doble sentido.
Y la forma en que me miró después fue una promesa disfrazada de amenaza.

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AUDREY

El resto de la reunión pasó lento, aunque nadie lo habría notado.
Todo siguió su curso normal: presentaciones, proyecciones, brindis.
Pero bajo esa fachada profesional, había una batalla muda.

Cada palabra suya era un reto.
Cada mirada mía, una respuesta.
Y, por más que lo intentara, no podía negar la electricidad que llenaba el aire cada vez que nuestras manos se rozaban al pasar documentos.

Cuando la reunión terminó, los demás comenzaron a levantarse, hablando sobre la cena que tendrían después.
Yo recogí mis cosas, fingiendo estar concentrada.

Pero antes de salir, sentí cómo su mano rozó apenas mi muñeca.
Una caricia rápida, casi imperceptible.

—Buen informe, señorita Morrison—dijo, con voz baja.
—Buen juego, señor Morgan—respondí sin mirarlo.
Y me fui.




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