El vapor aún llenaba el baño cuando abrí la puerta.
El aire frío del cuarto me envolvió de golpe, pero no fue eso lo que me hizo detenerme.
Fue él.
Ahí estaba Zade.
Tirado sobre mi cama, medio cubierto por las sábanas blancas, una mano detrás de la cabeza y una sonrisa perezosa que no tenía derecho a llevar.
Como si aquel cuarto fuera suyo.
Como si lo que había pasado hace apenas unos minutos no hubiera sido un error monumental.
—Estás muy cómodo, ¿no? —le dije, cruzando los brazos.
Zade giró la cabeza hacia mí, con esa calma irritante que solo él podía tener.
—No te escuché quejarte hace un rato.
Le lancé la primera almohada que encontré.
Le dio en el pecho.
No se movió.
Solo rió bajo, ronco, el tipo de risa que me ponía nerviosa por las razones equivocadas.
—Eres insoportable —murmuré, buscando la ropa en la maleta.
—Y tú, peligrosa cuando te enfadas —replicó sin inmutarse, mirándome de reojo mientras yo me vestía de espaldas.
Podía sentir su mirada recorrerme como si me conociera de memoria.
Y lo peor era que, de alguna forma, lo hacía.
Me puse una blusa blanca, la abotoné con manos temblorosas y fingí no notarlo cuando él se levantó de la cama, caminando despacio hacia el baño.
Ni siquiera se molestó en cubrirse del todo con la sábana.
Era como si estuviera en su propio penthouse, no en mi habitación.
—Zade, vístete e intenta recordar que no estamos en… —no terminé la frase.
Porque él ya se había detenido justo detrás de mí.
Tan cerca que su aliento rozó mi cuello.
—En qué, Audrey? —susurró, bajando la voz.
Tragué saliva.
No podía darle ese poder otra vez.
No después de lo que acababa de pasar.
—En eso. —Me giré y lo empujé suavemente en el pecho—. En lo que no debería haber pasado.
Por un instante, sus ojos dejaron de sonreír.
Solo silencio.
Esa clase de silencio que duele.
Luego asintió apenas, como si entendiera algo que yo aún no podía decir.
Se apartó, recogió su camisa del suelo y se la puso sin prisa, abotonando cada botón con una precisión que me irritó más de lo que quería admitir.
—No volverá a pasar —dije, más para convencerme a mí misma.
—Claro —contestó, sin mirarme—. Si eso es lo que quieres.
—Eso es lo que quiero.
—Perfecto. —Terminó de abotonarse y sonrió, esa sonrisa ladeada que me recordaba lo peligroso que era creerle.
—Entonces… te veo en la reunión, jefa de redacción.
El tono fue tan neutral que dolió.
Cuando la puerta se cerró tras él, el silencio volvió a llenar la habitación.
Me dejé caer sobre la cama, mirando el techo.
No sabía si odiarlo o si odiarme por no poder odiarlo.
Zade Morgan era el problema que juré no volver a tener.
Y sin embargo, ahí estaba otra vez.
Durmiendo en mi cama.
Robándome el aire.
Y dejando, inevitablemente, la sensación de que esto apenas comenzaba.