Audrey Morrison.
Podría pronunciar su nombre mil veces y aún así me sabría a poco.
Tres meses sin verla fueron un infierno silencioso… y ahora bastó una noche —un solo maldito desayuno— para que todo se derrumbara de nuevo.
La reunión empezó a las nueve.
Ella llegó puntual, impecable como siempre, con esa elegancia natural que ni siquiera intenta mostrar.
Su cabello suelto caía en ondas suaves sobre los hombros y, por un instante, me olvidé de que estábamos rodeados de ejecutivos, cámaras y reporteros.
Solo la veía a ella.
La forma en que hablaba.
Cómo movía la mano cuando explicaba algo.
Esa seguridad que me desarma más que cualquier sonrisa.
Dios, Audrey…
No sabe lo que provoca.
No sabe que cada palabra suya es una orden para mí.
Que cada movimiento me recuerda por qué nunca pude olvidarla.
Ella intentaba actuar normal.
Podía verlo.
Esa calma controlada, los gestos medidos, la mirada que evita la mía con una precisión quirúrgica.
Pero en el fondo lo sabía: no era la única que había perdido el control esa mañana.
Cuando la reunión terminó, todos comenzaron a salir al pasillo.
Yo me quedé sentado, observándola mientras recogía sus documentos.
Su perfume todavía estaba en mis manos.
Me levanté.
—Audrey.
Ella se giró, despacio.
Tenía esa expresión suya que siempre me confundía: firme, pero con un destello de duda en los ojos.
—Qué pasa, Zade?
—Nada —mentí—. Solo quería agradecerte… por no haberme matado aún.
Ella arqueó una ceja, apenas divertida.
—Todavía no es tarde.
Reí.
—¿Y si en vez de matarme, me acompañas a algún sitio?
—¿A dónde? —preguntó con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
—A ver París. Como la primera vez que la vimos. Solo… sin tanto caos alrededor.
Por un segundo, pensé que me diría que no.
Pero Audrey nunca dice lo que espero.
—Cinco minutos —murmuró—. Déjame cambiarme.
---
El cielo de París empezaba a teñirse de dorado cuando llegamos a la Torre Eiffel.
El viento jugaba con su cabello y, por un momento, pensé que no podía haber nada más hermoso.
Ni las luces, ni el paisaje, ni el aire frío.
Solo ella.
Caminamos sin hablar.
El silencio entre nosotros no era incómodo.
Era como si las palabras sobraran.
Como si todo lo que no dijimos en tres meses se entendiera con una sola mirada.
Ella se detuvo frente a un pequeño puesto de recuerdos.
Entre cientos de llaveros y mini torres metálicas, tomó un candado plateado.
Lo observó unos segundos y luego me lo extendió.
—Qué? Vas a poner tu nombre y el de otra chica? —preguntó, irónica.
—No —dije, tomando el marcador—. Solo uno.
Escribí su nombre.
Despacio.
Con cuidado.
Como si escribirlo fuera un ritual.
Ella me observaba en silencio, con esa mezcla de sorpresa y ternura que intenta esconder.
Luego, sin decir nada, tomó el marcador y añadió algo debajo:
"Zade Morgan. Una promesa, no un final."
Caminamos hasta el puente y lo colocamos juntos, el clic metálico sonó más fuerte de lo que imaginé.
El viento soplaba frío, pero su mano estaba tibia, y no la solté.
—No somos lo que fuimos —dijo ella, sin mirarme.
—No —asentí—. Somos algo peor.
—Qué cosa? —preguntó con un atisbo de sonrisa.
—Adictos el uno al otro.
Ella rió, y ese sonido me atravesó el pecho.
Por un instante, todo se detuvo.
La ciudad, el ruido, las luces.
Solo ella y yo, en medio del puente, prometiéndonos algo que ninguno de los dos tenía el valor de decir en voz alta.
No la besé.
No hacía falta.
Ya lo había hecho mil veces en mi cabeza.
Y sabía, con certeza, que volvería a hacerlo un millón más.