Inevitable

Capítulo 16 - Destino equivocado

Nunca planeé besarla.
Lo juro.
Solo quería verla tranquila, sonreír un poco antes de despegar, hacer que el vuelo no fuera una incomodidad después de tanta tensión acumulada.
Pero Audrey Morrison nunca fue una casualidad.
Y con ella, nada termina como lo planeo.

El jet privado despegó en silencio, dejando atrás París y toda la contención que intenté mantener durante días.
Ella estaba sentada frente a mí, mirando por la ventana, los auriculares puestos, la cabeza apoyada en la mano.
El sol caía de costado sobre su rostro, y por un instante pensé que no había nada más perfecto que eso.

No supe en qué momento me levanté.
Ni cuándo mis pies me llevaron hasta ella.
Solo sé que cuando se giró para mirarme, ya era tarde.

Sus ojos se encontraron con los míos, y la respiración se me detuvo.
No hubo palabras, ni dudas.
Solo un impulso.
Me incliné, rozando apenas su mejilla, y ella no se apartó.

El beso fue lento.
No de esos que arden, sino de los que curan.
De los que dicen más que cualquier disculpa.

No era deseo lo que me movía.
Era necesidad.
Necesidad de sentir que aún quedaba algo entre nosotros que no se había roto del todo.

Cuando nos separamos, ella no dijo nada.
Solo se recostó en mi pecho, con los brazos cruzados, como si no quisiera admitir que también lo había necesitado.
Yo sonreí, y por primera vez en meses, respiré sin peso en el pecho.

El resto del vuelo transcurrió en silencio.
Solo el sonido constante del motor y el leve roce de su mano sobre la mía de vez en cuando.
Pequeños gestos que valían más que cualquier conversación.

—★‹✈️·🇮🇹›★—

Cuando el jet aterrizó, Audrey se levantó primero.
Tenía esa expresión suya de quien retoma el control, de quien no piensa dejar que un beso cambie todo.
Tomó su bolso y bajó las escaleras sin mirar atrás.

Pero bastó que pusiera un pie en la pista para detenerse.
Su voz me llegó clara, sorprendida:
—Zade… esto no es Madrid.

Sonreí.
Bajé detrás de ella, ajustándome el abrigo mientras el aire tibio del atardecer nos envolvía.
A lo lejos, el mar.
Las colinas.
El idioma en los carteles.

Italia.

—No, no lo es —dije con una calma que no sentía.

Ella se giró hacia mí, los ojos entrecerrados, con esa mezcla de furia y ternura que solo ella podía lograr.
—¿Qué hiciste?

—Digamos que… cambié un poco el destino.

—Zade…

—Antes de que digas algo —la interrumpí, levantando las manos—, recuerda que tú querías venir aquí. Lo dijiste hace meses, ¿te acuerdas?
“Algún día, cuando todo esté bien, quiero perderme en Italia.”
Bueno… quizás no todo esté bien todavía, pero pensé que al menos podíamos perdernos un rato.

Ella me miró en silencio.
Intentaba enojarse, lo sé, pero su boca temblaba con una sonrisa que no quería dejar escapar.

—¿Y la excusa de la revista? —preguntó finalmente.
—Oh, esa parte sí es real —dije, acercándome—. Tenemos que coordinar la portada con la sede italiana. Solo que… eso no era lo importante.

—¿Entonces qué era lo importante? —susurró, aunque ya lo sabía.

Me incliné, tan cerca que pude sentir el perfume de su cabello, esa mezcla de vainilla y algo que siempre me recuerda a hogar.
—Traerte aquí —dije, bajando la voz—. Verte sonreír otra vez.

Ella me miró un segundo, esos ojos brillando con una mezcla peligrosa de cariño y rendición.
Y antes de que pudiera responder, la besé de nuevo.
Más firme esta vez.
Más real.
Más nuestro.

Cuando nos separamos, su frente quedó apoyada sobre la mía.
Ambos respirando al mismo ritmo.

—Eres un idiota, ¿sabes? —murmuró con una sonrisa inevitable.
—Lo sé —reí suavemente—. Pero soy tu idiota.

Ella negó con la cabeza, intentando ocultar la sonrisa, pero sus mejillas la delataron.
Y en ese momento, con Italia a nuestro alrededor y su risa llenando el aire, supe que lo volvería a hacer.
Mil veces más.
Aunque me llamara idiota cada una de ellas.




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