Audrey
La luz de la mañana se colaba entre las cortinas, filtrándose en suaves tonos dorados que pintaban la habitación.
Abrí los ojos despacio, y por un segundo me costó recordar dónde estaba.
El techo alto, las sábanas suaves, el olor a café recién hecho…
Y luego, esa silueta.
Zade estaba sentado al borde de la cama, con la laptop sobre las piernas, descalzo, el cabello un poco despeinado y una concentración que me daba cierta ternura.
Tenía esa costumbre de fruncir el ceño cuando leía algo importante, y de morderse el labio inferior sin darse cuenta.
No sé cuánto tiempo me quedé observándolo, pero sí sé lo que pensé:
que si el universo fuera justo, congelaría ese instante para siempre.
—Estás observándome otra vez —dijo de pronto, sin apartar la vista de la pantalla.
Sonreí, encogiéndome entre las sábanas.
—¿Y si sí?
—Entonces debería empezar a cobrarte por espectáculo.
Rodé los ojos y reí bajito.
—Arrogante.
Se giró hacia mí, con esa sonrisa de medio lado que siempre me desarma.
—Y tú sigues igual de hermosa al despertar —murmuró.
Mi corazón dio un salto, ese que nunca aprendió a controlarse con él.
Intenté disimularlo, estirándome y buscando una excusa cualquiera.
—¿Qué hora es?
—Casi las nueve. Pedí el desayuno hace un rato. —Cerró la laptop, dejándola a un lado—. No quería despertarte. Dormías como un ángel.
Me senté en la cama, acomodando la camiseta que llevaba puesta.
El aire olía a pan recién horneado y a café fuerte, de ese que solo él toma.
Zade se levantó, caminó hacia la mesa y empezó a servir dos tazas.
—No puedo creer que ya se nos acabe el viaje —dije en voz baja, mientras lo miraba.
Él me miró por encima del hombro, curioso.
—¿Tan rápido se te pasó?
Asentí.
—Siento que fue… necesario. Como si este lugar nos hubiera devuelto algo que no sabíamos que habíamos perdido.
No respondió de inmediato. Solo se acercó con las dos tazas y me ofreció una.
Cuando nuestras manos se rozaron, un leve escalofrío me recorrió.
—Tal vez lo que perdimos —dijo finalmente— fue la capacidad de mirarnos sin miedo.
Sus palabras se quedaron flotando entre nosotros.
Tomé un sorbo de café, intentando no mostrar lo mucho que me afectaba escucharlo así, tan honesto, tan vulnerable.
En silencio, lo observé mientras desayunaba.
El modo en que sostenía la taza, el reloj en su muñeca, la mirada fija en la ventana.
Todo en él me resultaba familiar y, sin embargo, nuevo.
Era el mismo hombre que me hizo perder el equilibrio, pero distinto.
Más sereno, más consciente.
Y entonces me descubrí imaginando algo que me daba miedo:
una vida junto a él.
Una casa, una rutina, días sencillos.
Risas, discusiones pequeñas, noches en el sofá viendo películas absurdas.
Y, quizás, una familia.
Nunca fui del tipo que hace planes a largo plazo, pero con Zade era diferente.
Con él, el futuro no asustaba: se sentía posible.
—¿En qué piensas? —preguntó él, rompiendo mi trance.
—En que te ves menos aterrador con café en la mano —bromeé, y él rió.
Pero luego, sin poder contenerlo, las palabras salieron solas—.
Pienso en que no quiero que esto se acabe.
Zade me miró en silencio.
Su mirada era suave, casi cálida, pero también había algo más… una especie de calma que solo aparece cuando ya no queda nada que ocultar.
—Ya mañana regresamos —dijo, dejando la taza sobre la mesa.
—Lo sé —susurré.
Me quedé observando cómo el vapor se elevaba entre nosotros.
Cada palabra parecía una despedida, y sin embargo, había algo en el aire que no olía a final.
Sino a promesa.
—Zade… —comencé, y mi voz sonó más frágil de lo que quería—.
Prométeme algo.
Él arqueó una ceja.
—Lo que quieras.
—Prométeme que, si algún día… —tragué saliva, buscando el valor— si algún día decidimos formar una familia, volveremos aquí.
A este mismo lugar.
Donde todo volvió a empezar.
Sus ojos se abrieron apenas, sorprendido.
No porque lo dijera, sino porque entendió lo que realmente significaba.
No estaba hablando de vacaciones ni de turismo.
Estaba hablándole de nosotros.
Del futuro.
De una posibilidad que, aunque aún no dijéramos en voz alta, los dos deseábamos.
Él sonrió despacio, esa sonrisa que empieza en la mirada y termina en el alma.
—¿Y si te prometo algo más? —preguntó.
—¿Más?
—Que cuando llegue ese día, no solo volveremos aquí… sino que escribiré nuestros nombres donde nadie pueda borrarlos.
Mi corazón se detuvo un instante.
—Eres un idiota —susurré, aunque una lágrima me escapó al decirlo.
—Lo sé —respondió, acercándose hasta quedar frente a mí—.
Pero soy el idiota que no puede imaginar su vida sin ti.
Tomó mi rostro entre sus manos, sus pulgares secaron mis lágrimas y me besó en la frente, despacio, como si cada segundo valiera un mundo.
Me quedé quieta, sintiendo su respiración contra mi piel.
Y entonces supe, con esa certeza silenciosa que a veces llega sin avisar, que ese era mi hogar.
No el hotel.
No Roma.
Él.
—★‹✈️›★—
Zade
Esa mañana entendí que las promesas no siempre se dicen mirando al cielo o sosteniendo un anillo.
A veces bastan unas pocas palabras, una mirada, un silencio compartido sobre el borde de una taza de café.
Audrey no lo sabe, pero cuando me pidió que prometiera volver, no solo me estaba pidiendo un lugar.
Me estaba pidiendo quedarme.
Y lo haré.
Porque desde que volvió a mi vida, todo tiene sentido otra vez.
Mañana regresaremos a Madrid, sí.
A la rutina, al trabajo, a los días grises.
Pero sé que, pase lo que pase, volveremos aquí.
Quizá con más arrugas, con menos miedo, y tal vez con alguien pequeño corriendo entre nosotros.
Y cuando eso ocurra, escribiré su nombre junto al mío, justo donde empezó todo.