Audrey
El pueblo era sacado de una postal.
Casitas con techos rojos, calles empedradas, el aroma de pan recién horneado y ese aire fresco que hacía que todo pareciera más simple.
Habíamos llegado el viernes al mediodía, con la excusa de “desconectarnos un poco”.
En realidad, era Zade quien necesitaba desconectarse, pero fingí que era idea mía para que aceptara.
Por la tarde, caminamos hasta la plaza central.
Había una feria enorme, llena de luces, música, y el bullicio alegre de la gente.
Niños corriendo con algodón de azúcar, parejas tomándose de la mano, el sonido de los juegos mecánicos girando y chillidos de emoción por todas partes.
—Dime que no estás pensando en eso —murmuró Zade, al notar que mis ojos se clavaban en la montaña rusa más alta.
—Solo… estoy viendo.
—Audrey.
—¡Está bien! Solo miraba. No planeo subirme.
—¿Segura?
—Bueno… quizás solo una vez.
Zade arqueó una ceja, escéptico.
—Ya te veo gritando antes de que arranque.
Me crucé de brazos, fingiendo indignación.
—No grito.
—Claro que no —replicó, sonriendo.
Veinte minutos después estábamos en la fila.
Y ahí entendí que había cometido un error monumental.
Cuando nos sentamos, la seguridad bajó la barra sobre nosotros.
Zade encajó perfecto.
Yo, por el contrario, tenía un espacio libre entre la barra y mi abdomen.
—Zade… —susurré, apretando la barra con ambas manos.
—¿Sí?
—Esto no baja más.
—¿Cómo que no baja más?
—¡Que me queda grande! Mira… —dije señalando el hueco.
Él soltó una risa baja.
—Ay, Audrey… no pasa nada.
—¡Claro que pasa! Podría salir volando.
—No vas a salir volando.
—Zade, si salgo volando, te juro que voy a venir a jalarte los pies desde el más allá.
Él siguió riendo, tomó mi mano y la apretó.
—Ya, cielo, está bien. No pasa nada. Estoy aquí.
Lo miré indignada.
—¡Ya viste cómo me queda esto!
—Lo vi, y por eso voy a sujetarte.
Intenté parecer valiente, pero cuando el vagón empezó a avanzar, la valentía se evaporó.
—No… no… Zade ya no quiero —murmuré, viendo cómo subíamos más y más.
Él solo se inclinó un poco hacia mí, sonriendo.
—Ya no hay vuelta atrás. Respira, Audrey.
La montaña rusa se lanzó hacia abajo y sentí que el alma se me desprendía del cuerpo.
Grité. No un poco. Grité con toda la fuerza de mis pulmones.
Zade, mientras tanto, reía como si fuera la cosa más divertida del mundo.
Cuando el juego terminó, bajé tambaleante, con las piernas temblando y la cara pálida.
—Te odio —le dije, con el tono más serio que pude.
Él sonrió, tomándome del brazo para que no tropezara.
—Lo dices cada vez que te diviertes demasiado.
—¿Divertirme? ¡Casi muero!
—Pero no moriste. Misión cumplida.
Rodé los ojos y le di un golpe suave en el hombro.
Aun así, no pude evitar sonreír.
Estaba molesta, sí, pero también llena de adrenalina y… de risa.
No entendía cómo, pero a su lado, hasta el miedo se sentía diferente.
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Zade
Audrey es un caso perdido.
Dijo que no se subiría, y cinco minutos después ya estaba con el cinturón puesto.
Su cara durante la montaña rusa fue un poema.
Entre terror puro y ataque de risa.
Pero verla reír después… eso valió cada segundo.
Tiene una manera de transformar cualquier día común en algo memorable.
Seguimos caminando por la feria, comiendo manzanas acarameladas.
Ella todavía se quejaba del juego, pero lo hacía sonriendo.
—Te juro que si me subes a otro de esos, no te vuelvo a hablar.
—Lo tendré en cuenta. Aunque… —señalé hacia una torre altísima— ¿qué tal ese?
Audrey siguió la dirección de mi dedo y abrió los ojos como platos.
—¿Eso es una caída libre?
—Treinta metros de altura.
—No, Zade. Ni lo sueñes.
—Vamos, solo una más.
—No.
—Por favor.
—Zade…
—Prometo sostenerte la mano.
—No me sirve.
—Te invito a cenar.
—…Maldito seas.
Cinco minutos después estábamos subiendo.
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Audrey
El ascensor del juego avanzaba lento, demasiado lento.
El paisaje se hacía pequeño, las luces parecían estrellas, y el viento se colaba entre los cabellos.
—Zade —dije en voz baja.
—¿Sí?
—Olvidé decirte algo.
—¿Qué cosa?
—Le temo a las alturas.
—¿Cómo que le temes a las alturas? ¡Audrey!
—Probablemente me desmaye cuando lleguemos arriba, así que si me ves caer hacia un lado, solo… agárrame o algo.
Él se rió, incrédulo.
—¿Y por qué no dijiste eso antes de subirnos?
—Porque me insististe demasiado y me dio pena decir que era una gallina.
—No eres una gallina.
—Lo dices porque todavía no me has visto llorar.
El juego siguió subiendo hasta que el pueblo se veía diminuto.
Zade tomó mi mano, entrelazando nuestros dedos.
—Mírame —dijo con calma.
—No quiero.
—Audrey.
—¿Qué?
—Te tengo. ¿Sí?
Lo miré, intentando controlar la respiración.
Sus ojos estaban fijos en los míos, tan tranquilos, tan seguros, que por un instante olvidé el miedo.
Y entonces el juego cayó.
Un grito salió de mi garganta antes de siquiera pensarlo.
El estómago se me subió hasta la garganta, y el aire me cortó la voz.
Zade solo reía, apretando mi mano, gritando conmigo, ambos entre terror y euforia.
Cuando el asiento finalmente se detuvo, me quedé inmóvil, respirando rápido.
Zade giró hacia mí, con una sonrisa divertida.
—¿Te desmayaste?
—No… pero casi.
—Estás temblando.
—Porque siento que acabo de ver mi vida pasar en cámara lenta.
—Y, ¿valió la pena?
—Sí. Pero igual te odio.
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Zade
La miré reír mientras bajábamos.
El color volvía poco a poco a su rostro, y aunque fingía estar enojada, no podía ocultar lo mucho que estaba disfrutando todo.