Inevitable

Capítulo 27 - Ella, Mi caos favorito

Zade

No sé en qué momento pasamos de “solo un fin de semana tranquilo” a competir por quién sobrevivía a más juegos extremos.
Audrey decía que no le temía a nada. Lo dijo con la boca llena de algodón de azúcar, con los labios rosados por el colorante y una sonrisa que podía derretir el hielo.
Mentía. Y lo sabíamos los dos.

Después de la montaña rusa y la caída libre, todavía quiso subirse a los carritos chocones.
—Esto sí es seguro —dijo, poniéndose el cinturón con determinación.
Cinco minutos después me había chocado tres veces.
—¡Eso fue a propósito! —gritó riendo.
—Claro que no, tú te lanzaste directo hacia mí.
—Es estrategia.
—¿Estrategia o venganza por la montaña rusa?
—Ambas.

El eco de su risa se mezclaba con la música de fondo, con el zumbido de luces y la algarabía de la feria.
Había algo mágico en verla así: libre, desinhibida, sin la rigidez que a veces le imponía su trabajo o su orgullo.
Solo Audrey, siendo ella.

Compramos palomitas, y mientras caminábamos, me dio una bolsa aparte.
—Estas son las saladas. Las tuyas. —Luego levantó las suyas—. Las mías son dulces.
—¿Otra vez esa guerra?
—Sí, y sabes que los dulces ganan.
—Jamás —dije, tirando un poco de las suyas a mi boca cuando se distrajo.
—¡Zade! —reclamó riendo, empujándome el hombro.

Pasamos por los puestos de tiro al blanco, por el carrusel antiguo, por un juego de espejos donde nos perdimos casi cinco minutos intentando salir.
Audrey no paraba de reír.
Y yo no podía dejar de mirarla.
Sus mejillas estaban sonrojadas, el cabello despeinado por el viento y el brillo de sus ojos me desarmaba sin permiso.

—¿Qué miras? —preguntó, al atraparme observándola.
—Nada.
—Zade…
—Solo intento entender cómo alguien puede verse tan hermosa incluso cubierta de azúcar.
—Eres un idiota.
—Lo sé. Pero soy tu idiota.
Ella sonrió, bajando la mirada. Esa sonrisa… me mataba.

Cuando la feria empezó a vaciarse, caminamos de regreso hacia la cabaña.
El camino era estrecho, cubierto de luces pequeñas que colgaban entre los árboles.
Audrey iba delante, descalza —porque sus tacones la estaban torturando— y con los zapatos colgando de una mano.
Nunca la había visto tan tranquila.
Y de alguna forma, verla así, sin defensas, me hizo entender que todo esto valía la pena.

—★‹🌲›★—

La cabaña estaba tibia, con el olor a madera y la chimenea crepitando.
Ella se dejó caer sobre el sofá, exhausta.
—Oficialmente, no puedo mover las piernas.
—Te lo advertí.
—Sí, pero admito que… fue increíble.
—Lo dices porque sobreviviste.
—Exacto.

Me senté junto a ella, y sin pensarlo, la atraje hacia mí.
Se acomodó entre mis brazos, apoyando la cabeza en mi pecho.
El silencio se llenó del sonido del fuego y de nuestras respiraciones acompasadas.

—¿Sabes? —dijo después de un rato— Creo que hacía mucho no me sentía tan viva.
—Te lo diría más seguido, si no me lanzaras tacones cada vez que hablo.
—No te prometo nada.

Su risa fue suave, casi un suspiro.
La miré. Y ahí estaba esa sensación otra vez: la certeza de que, sin importar cuánto tiempo pase, siempre voy a terminar encontrándola.

Le pasé los dedos por el cabello, despacio.
Ella me miró, y por un momento no hizo falta decir nada.
Nos acercamos sin pensarlo.
Un beso lento, tibio, de esos que parecen detener el mundo.
Y luego otro.
Y otro más.

No hubo prisa.
Solo el fuego, nuestras sombras sobre la pared, y el corazón latiendo en sincronía.

Audrey apoyó la frente en mi hombro.
—¿Sabes qué es lo peor? —susurró.
—¿Qué?
—Que no quiero que esto acabe.
—Entonces no lo hagamos.

La abracé más fuerte, deseando que la noche no tuviera fin.
No hacía falta nada más.
Solo ella, riendo, viva, con olor a azúcar y viento, convertida en el único caos del que nunca querría escapar.




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