Zade
El amanecer se filtraba a través de las cortinas de lino, pintando la habitación con un tono dorado.
Por un momento no supe dónde estaba.
Solo escuchaba el murmullo del viento entrando por la ventana entreabierta y el sonido lejano del agua chocando contra las piedras del río que corría cerca.
Luego la vi.
Audrey.
Descalza, con una de mis camisas puesta —demasiado grande para ella, el pelo cayéndole sobre un hombro—, sentada en la terraza, con una taza de café entre las manos.
El sol le daba directo en el rostro y su cabello, despeinado y suelto, se encendía en reflejos cobrizos.
Era una de esas imágenes que se te quedan grabadas para siempre.
Inédita.
Como si el mundo entero se detuviera solo para admirarla.
Me quedé en silencio un rato, observándola desde la cama.
Cada detalle de ella tenía un efecto distinto en mí.
La forma en que se mordía el labio mientras pensaba, el modo en que soplaba el café antes de beberlo, el ligero movimiento de su pie descalzo contra la madera…
Era arte en movimiento.
Finalmente me levanté, tomé mi camiseta y salí a la terraza.
—¿Puedo sentarme o este asiento está reservado para reflexiones profundas? —bromeé.
Audrey sonrió sin mirarme.
—Depende. ¿Tú también trajiste café?
—No, pero puedo robarte un sorbo.
—Ni lo pienses, Zade.
—Ya lo pensé —dije, inclinándome lo suficiente para besarle la mejilla antes de sentarme junto a ella.
Su piel olía a mi colonia, a jabón y a café.
Una combinación peligrosa.
Nos quedamos un rato en silencio, mirando cómo el sol subía lentamente detrás de las colinas.
El aire olía a pan recién hecho y a tierra húmeda.
En la distancia, se escuchaban las campanas de la pequeña iglesia del pueblo.
—¿Dormiste bien? —pregunté.
—Sí, aunque soñé que me subías de nuevo a la montaña rusa.
Reí. —¿Pesadilla o recuerdo feliz?
—Trauma post feria —contestó riendo también.
La miré de reojo.
Tenía ojeras suaves, de esas que solo hacen que se vea más real.
Más ella.
—No puedo creer que te subieras a todos esos juegos —le dije.
—Yo tampoco —respondió—, pero valió la pena.
—¿Por la adrenalina o por verme sufrir?
—Por ambas.
Su sonrisa era tan genuina que me desarmó otra vez.
Pasó un rato antes de que hablara de nuevo.
—Zade… —dijo, mirándome con los ojos entrecerrados por la luz del sol— ¿alguna vez piensas en el futuro?
La pregunta me tomó por sorpresa.
—¿A qué te refieres?
—A nosotros. A lo que viene después de todo esto.
Su voz fue tranquila, pero su mirada buscaba respuestas más profundas de las que las palabras podían dar.
Apoyé el codo en la mesa, girándome hacia ella.
—Sí, lo pienso. A veces demasiado.
—¿Y qué ves? —susurró.
—Te veo a ti. En todo.
Ella sonrió, bajando la mirada como si no supiera qué hacer con mis palabras.
—Eso es cursi.
—Lo sé. Pero también es verdad.
Bebió otro sorbo de café.
El vapor se mezcló con el aire frío de la mañana.
—Yo también lo pienso —dijo entonces—. Y… no sé, tal vez estoy loca, pero me gusta imaginar que cuando todo se estabilice, cuando ya no tengamos que correr detrás de deadlines ni viajes de última hora… podríamos volver aquí.
Me quedé mirándola, sin poder responder de inmediato.
Porque lo que acababa de decir no era solo una promesa.
Era una confesión.
Audrey estaba viéndonos a futuro. A largo plazo.
Ella sonrió.
Esa sonrisa que me destruye, que me repara, que me da motivos para quedarme.
—¿Sabes qué es lo más extraño? —añadió, mirándome con dulzura—.
—¿Qué?
—Que todo lo que pasó, incluso lo malo, me llevó hasta aquí. A este momento. Y no lo cambiaría por nada.
—Ni siquiera por ahorrarte mis discusiones o mis celos tontos.
—Ni siquiera por eso. —dijo riendo.
Me incliné hacia ella, acercándome tanto que podía sentir su respiración rozando mi boca.
—Eres imposible, Audrey.
—Y tú igual.
—Entonces estamos a mano.
La besé.
Un beso tranquilo, sin urgencia, sin pasado ni futuro. Solo presente.
Solo ella.
El viento movió las cortinas, las campanas volvieron a sonar, y por un instante supe que ese era el tipo de paz que nunca pensé merecer.
El tipo de amor que no necesita etiquetas, ni explicaciones, ni certezas.
Solo la promesa silenciosa de quedarse, incluso cuando el mundo siga girando.