Inevitable

Capítulo 29 - El ruido antes del silencio

Zade

Han pasado tres meses desde aquella cabaña.
Tres meses desde que supe —sin necesidad de palabras— que mi vida solo tenía sentido si ella estaba en ella.
Y aún así, no nos hemos dicho te amo con esas dos sílabas exactas.
No lo necesitamos.
Está en cada mirada, en cada roce, en cómo nos encontramos a mitad de la noche sin planearlo, en cómo su respiración encaja con la mía.

Audrey volvió a mi vida como un rayo de luz filtrándose entre los escombros.
A veces me pregunto cómo sobreviví sin ella.
O si en realidad lo hice.

Últimamente las cosas han cambiado un poco.
No entre nosotros, sino alrededor de ella.
Su trabajo en NOVA se ha vuelto un torbellino de estrés, viajes, reuniones eternas y más responsabilidades de las que una sola persona debería cargar.
Y, aunque lo intenta disimular, la conozco demasiado bien.
Puedo leer el cansancio en la manera en que deja el bolso sobre la mesa, en la forma en que suspira antes de hablar, en cómo sus ojos pierden ese brillo travieso que tanto amo.

Aun así, cada vez que llega a casa, intenta sonreírme.
Y yo, idiota, a veces olvido que lo único que necesita es silencio y brazos, no consejos.

Esa noche fue una de esas en las que el cansancio pesaba más que las palabras.
Eran casi las ocho y media. La casa estaba tranquila, apenas el sonido de la lluvia contra los ventanales.
Yo estaba en la sala, con el portátil sobre las piernas, revisando unos planos y medio distraído por el recuerdo del último fin de semana juntos.
El sonido de la puerta interrumpió todo.
No un portazo, pero sí ese golpe seco que deja claro que el día fue una mierda.

—Audrey —llamé, girando apenas la cabeza.

Nada.
Solo el sonido de sus tacones golpeando el piso antes de que los lanzara a un costado.
Su bolso cayó al sofá, y se dejó caer junto a él, cubriéndose el rostro con las manos.

Me levanté enseguida.
—¿Día difícil? —pregunté, intentando mantener el tono ligero.

No me miró.
Solo murmuró un “no empieces”, apenas audible.
Y yo, en vez de callar, seguí.

—Tal vez si dejaras que otros se encargaran de algo, no terminarías tan…
—¿Tan qué, Zade? —interrumpió, levantando la mirada con ese brillo entre enojo y agotamiento—. ¿Tan insoportable? ¿Tan estresada?

Tragué saliva. No era lo que quise decir.
Pero ya lo había hecho.
Y con Audrey, una chispa bastaba para encender el fuego.

—Solo digo que no puedes hacerlo todo sola —dije más bajo.
—No me digas lo que puedo o no puedo hacer —respondió, poniéndose de pie—. No tengo tiempo para esto.
—No, claro, nunca tienes tiempo. Ni para ti, ni para respirar, ni para… nosotros.

El silencio cayó como un golpe seco.
Su mirada se endureció.
La mía, también.

—Perfecto —dijo al fin, tomando el bolso de nuevo—. Si eso es lo que crees, no pienso discutir.
—¿Y qué haces entonces? ¿Huyes cada vez que algo no te gusta?
—No estoy huyendo, solo necesito pensar.

Y antes de que pudiera detenerla, ya estaba en la puerta.

—Audrey —dije, casi un ruego.
Ella se giró. Por un segundo, vi el cansancio detrás del enojo.
—No me sigas, por favor —susurró.
Y se fue.

La puerta se cerró y la casa se volvió insoportablemente vacía.
Permanecí de pie un momento, con la mirada perdida en el suelo, sintiendo esa presión familiar en el pecho.
Esa que aparece cuando sabes que hiciste algo mal, pero ya no hay forma de arreglarlo.

Pensé en mandarle un mensaje.
En salir a buscarla.
Pero me dije a mí mismo que solo necesitaba espacio.
Que volvería cuando se calmara.
Lo ha hecho antes.

Diez minutos.
Quince.
Veinte.

El reloj marcaba las nueve cuando mi teléfono vibró sobre la mesa.
Su nombre iluminó la pantalla.
“Audrey”.

Suspiré aliviado antes de contestar.
—Amor, yo…
—Zade —su voz era apenas un hilo, quebrada, entrecortada—. Ayúdame…

El alivio se esfumó al instante.
Mi cuerpo se tensó de golpe.
—¿Qué pasa? ¿Dónde estás?
—No lo sé… iba por la autopista… un carro venía en contravía… chocó conmigo… —su respiración era errática—. No puedo mover la pierna… duele mucho…

El sonido del tráfico detrás de ella, los gritos, el metal crujiendo.
Cada segundo era una aguja.
—Audrey, escúchame —dije, conteniendo el temblor en mi voz—. No te muevas. ¿Puedes salir del auto?
—No… huele a gasolina, Zade… hay humo… hay… fuego…

Mi corazón se detuvo.
Literalmente sentí cómo todo dentro de mí se rompía.

—Escúchame, amor —le dije, saliendo ya por la puerta con las llaves en la mano—, no te muevas, ¿sí? Voy hacia allá. Dime dónde estás.
—Estoy… creo que cerca de la salida hacia Westbridge… —sus palabras se ahogaban entre sollozos—. Tengo miedo, Zade…

—No pasa nada, ¿me oyes? No pasa nada. Mantén los ojos abiertos. No cierres los ojos. Estoy en camino. Te voy a encontrar, te lo juro.

No recuerdo haber bajado las escaleras ni arrancado el auto.
Solo el rugido del motor y el sonido del viento golpeando los cristales.
Mis manos temblaban sobre el volante.
El corazón me latía tan rápido que pensé que iba a romperme el pecho.

Marqué su número otra vez.
Nada.
Silencio.
Y ese silencio fue peor que cualquier grito.

—Vamos, Audrey… contesta, maldita sea.

Aceleré más.
Los semáforos eran luces borrosas, los autos obstáculos invisibles.
Solo podía pensar en ella.
En su voz quebrada.
En el miedo.
En lo que podría perder.

Entonces, a lo lejos, vi el reflejo naranja en el cielo.
Y un segundo después, la explosión.
Un estruendo seco, vibrante, que me atravesó los huesos.
No lo pensé.
Aceleré más.

Cuando llegué, todo era caos.
El olor a gasolina y a caucho quemado.
Luces de ambulancias, gritos, sirenas.
Y en medio del humo, los restos de un coche que reconocería en cualquier parte.
El suyo.




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