Zade
El hospital huele a desinfectante, a miedo y a esperanza muerta.
Ese tipo de olor que se te queda pegado en la ropa, en la piel, en el alma.
Camino de un lado a otro frente a la sala de urgencias. Las luces frías me perforan la cabeza, pero no me atrevo a cerrar los ojos.
Si lo hago, la veo.
La veo sangrando, temblando, con los ojos llenos de lágrimas y miedo.
“Huele a gasolina, Zade.”
Esa frase no deja de repetirse.
Cada vez que parpadeo, la escucho.
Cada vez que respiro, la siento en el pecho.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde que la trajeron.
Diez minutos, una hora, un siglo.
El tiempo dejó de existir desde que la ambulancia se la llevó y me dijeron que esperara afuera.
Me lo dijeron con ese tono que usan los médicos cuando no quieren decirte la verdad completa.
Me siento.
Me levanto.
Camino.
Miro el reloj.
Son las dos de la madrugada.
Y mi corazón no ha descansado ni un segundo.
Puedo ver a través del vidrio cómo los cirujanos se mueven, cómo los guantes blancos se manchan de rojo, cómo las luces parpadean sobre su cuerpo.
El cuerpo que he besado mil veces.
El cuerpo que temí perder.
Cuando el médico sale, casi corro hacia él.
Sus ojos dicen más que sus palabras.
—Está estable —dice, pero no sonríe—. Tiene tres costillas fracturadas, la pierna izquierda rota… y había un trozo de metal pequeño incrustado en el abdomen. Tuvimos que intervenir de inmediato.
El mundo se tambalea.
Siento que las piernas me fallan.
Intento hablar, pero mi voz se quiebra.
—¿Está… fuera de peligro?
El médico respira hondo antes de responder.
—Por ahora sí. Pero las próximas veinticuatro horas son críticas.
Críticas.
Esa palabra me corta el aire.
Asiento. No sé si por reflejo o por no romperme frente a él.
Cuando se va, me quedo ahí, solo, en el pasillo vacío.
Y finalmente dejo que el peso del miedo me caiga encima.
Me dejo caer en la silla.
Apoyo los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos.
Y por primera vez en años, lloro.
Lloro sin poder detenerme.
Lloro como si las lágrimas pudieran traerla de vuelta, como si el dolor se disolviera con cada sollozo.
—Soy un idiota… —susurro contra mis manos—. Un maldito idiota…
Repaso la pelea una y otra vez en mi cabeza.
Cada palabra que le dije, cada tono innecesario, cada mirada que no fue de amor sino de frustración.
Y todo lo que quería era que descansara, que dejara de cargar el mundo sola.
Y lo único que hice fue empujarla más lejos.
Si no la hubiera dejado ir.
Si la hubiera abrazado en lugar de discutir.
Si hubiera recordado que la amo más de lo que me molesta su temperamento.
Entonces no estaría aquí.
No estaría contando los segundos como si fueran dagas.
No estaría con las manos manchadas de su sangre, esperando a que una máquina me diga si sigue respirando.
Cuando por fin me dejan entrar a verla, la habitación está en penumbra.
Las máquinas hacen ese sonido constante, rítmico, casi hipnótico.
El monitor de frecuencia cardíaca es lo único que me mantiene cuerdo.
Cada pitido es una promesa.
Un “aún está aquí”.
Camino despacio hasta la cama.
Y ahí está.
Audrey.
Mi Audrey.
Con tubos, vendajes, y ese maldito aire frágil que jamás debió tener.
Su pierna está inmovilizada, el abdomen cubierto con gasas, y puedo ver los moretones asomando bajo la piel.
Le acaricio la mano, con miedo, como si fuera de cristal.
Y aunque su rostro está pálido, sigue siendo la mujer más hermosa del mundo.
—Mírate… —susurro con voz rota—. Siempre tan terca, tan fuerte, tan tú.
La beso en la frente, apenas rozándola.
No responde, pero siento que me escucha.
No sé cómo lo sé, pero lo sé.
Me quedo ahí, hablándole en voz baja, contándole tonterías, cualquier cosa que la mantenga cerca.
—Recuerdas cuando dijiste que querías poner otro candado en el puente del amor… tal vez deberíamos hacerlo. Pero esta vez, con un candado enorme, de esos imposibles de romper. Uno que dure más que nosotros.
El aire huele a medicamentos, pero cierro los ojos y busco su perfume.
Ese aroma dulce que siempre se quedaba en mis camisas, incluso cuando ella no estaba.
Y por un instante, lo siento.
Como si su alma todavía estuviera aquí, flotando entre nosotros, aferrándose a mí.
Afuera empieza a amanecer.
La luz entra por la ventana, suave, dorada.
Me doy cuenta de que no he dormido.
Ni quiero hacerlo.
No hasta verla abrir los ojos.
El médico vuelve a entrar, revisa los monitores y asiente.
—Está respondiendo bien. Si continúa así, podrá despertar en unas horas.
Mi corazón se sacude.
No digo nada.
Solo asiento y le agradezco con la mirada.
Cuando se va, vuelvo a tomar su mano.
—¿Escuchaste eso, cielo? —le digo sonriendo débilmente—. Ya casi puedes gritarme otra vez.
Una lágrima cae sobre su piel, y la limpio con el pulgar.
—No te atrevas a dejarme, ¿me oyes? No ahora. No cuando por fin todo estaba bien.
Respiro hondo y me quedo en silencio.
El monitor sigue marcando su ritmo.
Lento, constante, seguro.
Y por primera vez desde que todo comenzó, dejo de temblar.
Porque ella sigue aquí.
Porque a pesar de todo, sigue luchando.
La miro una vez más.
Y pienso que, si sale de esta —y sé que lo hará—, no habrá discusión, orgullo o miedo que me vuelva a separar de ella.
Nunca más.