Inevitable

Capítulo 31 - Arrepentimiento

Audrey

Lo primero que siento es el olor.
A alcohol, a metal, a gasas.
Un olor que se me mete en la garganta, que me arde al respirar.

Después, el sonido.
Un pitido constante, rítmico, como si marcara el paso del tiempo que olvidé.
Y luego, el dolor.
Un dolor seco, punzante, que empieza en mi pierna y sube hasta el pecho.
Cada respiración duele.
Cada intento por moverme me devuelve a la oscuridad.

Parpadeo.
Todo se ve borroso.
Hay una luz blanca arriba, y a mi lado, una sombra.
Una figura conocida.
Zade.

Está dormido.
Su cabeza recostada sobre el borde de la cama, una mano entrelazada con la mía.
Y su expresión… Dios, su expresión.
Parece que ha envejecido años.
Ojeras marcadas, la barba crecida, los labios entreabiertos, los ojos hinchados de tanto llorar.
Nunca lo había visto así.

Intento hablar, pero mi garganta arde.
Apenas sale un susurro.
—Zade…

Nada.
Solo se mueve un poco, pero no despierta.

Cierro los ojos y todo vuelve de golpe.
El volante girando, las luces del otro auto viniendo directo hacia mí, el chirrido de los frenos, el golpe.
El sonido seco del metal destrozándose.
El olor a gasolina.
El miedo.
Y mi voz temblando al otro lado del teléfono, llamándolo, rogando que me escuchara.

Una lágrima se escapa.
No por el dolor físico, sino por la angustia de imaginar lo que él debió sentir.
Porque si los roles se invirtieran, si fuera él el que estuviera en esta cama, no sé si yo lo soportaría.

Muevo los dedos, apenas un poco.
Su mano se aprieta al instante, como si su cuerpo me reconociera incluso dormido.
Entonces abre los ojos.
Al principio parece confundido, luego me mira, y el alivio que se dibuja en su rostro me rompe por dentro.

—Audrey… —su voz tiembla, ronca, como si llevara días sin hablar—. Dios… estás despierta.

No puedo evitar sonreír, aunque sea débilmente.
—Hola… —mi voz suena apenas un hilo.

Zade se levanta de golpe, me acaricia el rostro con tanta suavidad que casi no lo siento.
Sus dedos tiemblan, igual que sus labios.
—Pensé que no volvería a verte abrir los ojos. —Su voz se quiebra—. No sabes lo que fue esto, Audrey. No sabes lo que sentí.

—Estoy… bien —susurro, aunque es una mentira piadosa.
Porque no estoy bien. Todo duele.
Pero verlo ahí, tan roto, tan humano, me hace querer tranquilizarlo.

Zade niega despacio.
—No, no estás bien. —Me acaricia el cabello—. Tienes tres costillas fracturadas, la pierna rota y… —traga saliva— un maldito trozo de metal te atravesó el abdomen.

Cierra los ojos.
Sus pestañas se mojan.
Y por un segundo, siento que el aire entre nosotros pesa toneladas.

—Pero estás viva —dice finalmente, como si eso fuera lo único que importa.

Lo miro.
Y aunque me siento débil, sonrío.
—Te dije que no te librarías de mí tan fácil.

Zade suelta una risa entrecortada, mezcla de alivio y llanto.
Apoya la frente en mi mano.
—No vuelvas a asustarme así, ¿sí? No otra vez.

Le acaricio el cabello, despacio.
Y siento su respiración temblar sobre mi piel.
—No planeaba hacerlo —susurro—. Fue un accidente, Zade… el auto venía en contravía, no pude hacer nada.

Él asiente, pero no me mira.
Como si la culpa le pesara más que el miedo.
—Si no hubiéramos discutido… si te hubiera dejado hablar…
—No digas eso —lo interrumpo—. No fue tu culpa.
—Audrey… —su voz se rompe—, si algo te hubiera pasado…

Lo silencio con un gesto.
No quiero que cargue con eso.
Ya bastante llevo yo con el recuerdo.

Afuera empieza a amanecer.
El sol se cuela por la ventana, tiñendo la habitación con un dorado cálido.
Zade me mira, y en sus ojos hay algo nuevo.
Una ternura más profunda, una promesa que no necesita palabras.

—¿Sabes qué pensé mientras conducía hacia ti? —dice finalmente—. Que si llegaba y era demasiado tarde, no podría vivir con eso. Que no hay nada, Audrey, nada que valga más que tú.

Mis ojos se llenan de lágrimas.
Intento reír, pero me duele el pecho.
—Deberías escribir poemas… o dejar de decir cosas que me hagan llorar.

Él sonríe, esa sonrisa pequeña y cansada que siempre me desarma.
—No puedo evitarlo. Solo digo la verdad.

Cierro los ojos por un momento.
Su mano sigue aferrada a la mía, como si temiera que desapareciera si me suelta.
Y entonces lo siento besar mis nudillos, despacio, con reverencia.
Como si estuviera agradeciendo al universo que sigo respirando.

—Zade… —murmuro antes de quedarme dormida—, gracias por no soltarme.

—Nunca lo haré —responde en un susurro.
Y lo creo.

Porque incluso entre el dolor, entre los tubos y las cicatrices, hay algo que sigue intacto entre nosotros.
Algo que ni el miedo, ni el tiempo, ni el destino pudieron romper.




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