Inevitable

Capítulo 32 - Cambios Difíciles

Zade

Hace tres semanas que todo cambió.
Y todavía no sé cómo ponerlo en palabras.

Hay cosas que te quiebran, que te arrancan de golpe la arrogancia de creerte inmortal.
El sonido de una ambulancia, el olor a humo, una llamada a medianoche con la voz de la persona que amas temblando del otro lado…
Eso te destruye.

Desde esa noche, no he vuelto a dormir bien.
Cada vez que cierro los ojos, escucho el ruido del impacto.
El eco de su voz diciendo que le duele la pierna, que huele a gasolina.
El silencio que vino después.

Ahora, verla respirar frente a mí es lo único que me mantiene cuerdo.

El hospital se ha vuelto mi rutina.
Sé a qué hora vienen las enfermeras, sé cómo suena el monitor cuando algo anda mal, sé cuándo cambiarle la almohada para que duerma mejor.
He aprendido a medir el tiempo por la cantidad de veces que ella parpadea sin dolor.
Por los suspiros que deja escapar cuando duerme.

Audrey.
Mi caos, mi calma, mi razón y mi castigo.

La primera semana fue un infierno.
Dolores, fiebre, llanto.
Yo sentado junto a su cama sin atreverme a moverme, por miedo a hacerle daño.
Cada respiración suya era un recordatorio de lo cerca que estuvo de no estar.

A veces, cuando todos se iban, me acercaba a su oído y le hablaba.
Le contaba cualquier cosa, tonterías, recuerdos, incluso lo que cociné ese día.
Le decía que el mundo seguía afuera, esperándola, y que yo también estaba esperándola.
Porque si algo he aprendido, es que el amor no siempre se grita: a veces se susurra entre lágrimas.

Cuando finalmente despertó, algo dentro de mí volvió a encenderse.
Su voz era débil, su sonrisa apenas un esbozo, pero estaba viva.
Y yo juré que no volvería a dejar que nada le pasara.

Desde entonces, me quedo con ella todos los días.
Trabajo desde la habitación, entre papeles, café y el sonido del monitor cardíaco.
Ella me dice que parezco un guardián, que no me muevo de su lado ni para respirar.
Y tiene razón.

Cuando intenta levantarse, me pide que le ayude a caminar, y aunque la veo temblar, no le niego nada.
Su pierna aún está envuelta en yeso, su abdomen con puntos, y las costillas le duelen cada vez que respira profundo.
Pero aun así, sonríe.
Esa sonrisa pequeña, terca, que juro que podría curar cualquier herida.

Una tarde, mientras leía, ella me mira desde la cama.
—Zade…
Levanto la vista.
—¿Sí?
—Tienes esa cara. —Su tono es débil pero burlón.
—¿Qué cara?
—Esa de cuando te culpas por cosas que no puedes controlar.

No sé qué decir.
Porque es verdad.
Porque cada vez que la miro recuerdo que, si no hubiéramos discutido, tal vez no habría tomado el auto.
Tal vez seguiría riendo en casa, sin cicatrices.

Ella sonríe, como si pudiera leerme.
—Ya te lo dije, no fue tu culpa.
—Sí lo fue —susurro.
—No, Zade —su voz es firme, a pesar de lo frágil que parece—. Fue la vida. Y yo… sigo aquí.

No sé si por el cansancio o por el alivio, pero termino apoyando la cabeza sobre su abdomen, con cuidado.
Ella pasa los dedos por mi cabello, despacio.
Ese gesto simple me parte en dos.
Porque durante semanas, temí no volver a sentir eso.

Cierro los ojos.
Escucho su respiración, su corazón.
Y por primera vez, el silencio no me asusta.

---

Las noches son más difíciles.
Ella tiene pesadillas.
A veces se despierta agitada, llorando, diciendo que el auto venía otra vez, que no podía girar.
Entonces me levanto, la tomo entre mis brazos, y le susurro que todo está bien.
Que está a salvo.
Que yo estoy ahí.

—No te vayas —me dice a veces, medio dormida.
—Nunca —le respondo.

Y lo cumplo.
No me voy.

Ni cuando el cansancio me aplasta, ni cuando siento que el cuerpo me pide descanso.
Porque el solo hecho de verla abrir los ojos, de oír su voz decir mi nombre, vale más que cualquier sueño.

---

El médico dice que pronto podrán darle el alta.
Que necesitará rehabilitación, pero que se recuperará.
Cuando me lo dijo, me tuve que salir de la habitación.
Lloré.
No de tristeza.
De alivio.
De ese alivio que duele en el pecho porque es demasiado grande para contenerlo.

Esa noche, cuando ella se durmió, me quedé observándola.
Su rostro estaba tranquilo, sereno.
Le acaricié el rostro, los labios, y pensé que si la vida me diera mil oportunidades, mil veces elegiría quedarme con ella.

—Te amo, Audrey —murmuré, aunque sabía que no podía oírme.
Pero tal vez sí lo hizo, porque su mano buscó la mía incluso dormida.

Y ahí entendí algo que antes no.
El amor no está solo en los besos o en las risas.
Está en quedarse cuando todo duele.
En sostener la mano de alguien mientras sana.
En aprender a respirar a su ritmo, aunque duela.

Porque hay amores que se gritan.
Y otros que se construyen en silencio, al borde de una cama, con los ojos hinchados y el corazón latiendo más fuerte de lo que debería.

Y ese…
Ese es el nuestro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.