Zade
Nunca creí que volver al penthouse me haría sentir algo tan parecido al miedo.
Durante semanas, ese lugar estuvo vacío.
Frío, silencioso, como si supiera que le faltaba algo.
Como si esperara, igual que yo.
Pero hoy, cuando cruzó la puerta con sus muletas, todo volvió a tener sentido.
Audrey miró a su alrededor con esa expresión mezcla de nostalgia y ternura, y algo dentro de mí se aflojó.
—Parece más grande —murmuró.
—Porque estabas acostumbrada a una habitación de hospital —le respondí, tratando de sonar tranquilo mientras le quitaba el abrigo.
Avanzó despacio, apoyándose en las muletas.
El yeso de su pierna seguía ahí, y aunque intentaba disimularlo, sé que le dolía cada paso.
Las costillas aún le daban punzadas, y a veces, cuando respiraba profundo, se tocaba el costado con gesto de incomodidad.
—Despacio, cielo. No hay prisa —le dije, colocándome a su lado.
—Zade, llevo tres semanas oyendo eso.
—Y las que faltan. —Le sonreí, solo para verla rodar los ojos.
La ayudé hasta el sofá. El mismo donde hace meses solía quedarse dormida con un libro sobre el pecho.
Se sentó con cuidado, exhalando lento.
—Este sofá me extrañó —susurró.
—Yo más. —Y no hablé de mí mismo. Hablé de la casa. De cada rincón que había dejado de ser hogar sin ella.
Fui a la cocina y serví dos platos.
Pasta con salsa de champiñones y crema, su favorita.
Sí, la cociné yo.
Sin ayuda. Sin pedidos a domicilio, sin pizza para calentar.
Cuando puse el plato frente a ella, me miró con las cejas arqueadas.
—¿Tú hiciste esto?
—Sí. No te preocupes, no hay riesgo de intoxicación.
—Eso ya lo veremos —bromeó, tomando el tenedor.
La observé mientras probaba el primer bocado.
El silencio duró unos segundos eternos, hasta que asintió, seria.
—Está… delicioso.
—¿Delicioso en serio o delicioso por lástima?
—Zade, si no supiera que lo cocinaste tú, pensaría que lo hizo un chef. —Sonrió, y sentí una especie de orgullo estúpido inflándose en mi pecho.
—He aprendido —dije con tono triunfal.
—A no quemar la cocina, supongo.
—Y a no vivir a punta de pizza congelada.
Nos reímos.
Una risa simple, suave, como esas que uno no sabe cuánto extrañaba hasta que regresan.
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Después de comer, pusimos una película.
Bueno, “pusimos” es un decir.
Ella eligió.
Como siempre.
Crepúsculo. Otra vez.
—No puedo creer que sigas viéndola —resoplé, mientras me dejaba caer a su lado.
—No puedo creer que sigas quejándote —replicó, recostándose en mi hombro.
—Lo hago por costumbre.
—Y yo la veo por nostalgia.
Nos quedamos así, ella acurrucada a mi lado, la luz del televisor iluminando su rostro.
Sentí su respiración, lenta, cuidadosa.
De vez en cuando se movía para acomodarse, y cada vez que lo hacía, yo temía que le doliera.
—¿Sabes? —dijo de pronto, sin apartar la mirada de la pantalla—. Pensé que todo esto se sentiría distinto.
—¿Distinto cómo?
—No sé… como si no pudiera volver a ser la misma. —Hizo una pausa, tragando despacio—. Pero estando aquí, contigo… siento que aún puedo hacerlo.
No dije nada.
Solo le acaricié el cabello, despacio.
Porque no hay palabras suficientes para algo así.
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Más tarde, cuando se quedó dormida, la observé largo rato.
Las luces de la ciudad se reflejaban en el cristal, dibujando sombras suaves sobre su rostro.
Tenía el ceño ligeramente fruncido, como si aún peleara con los recuerdos.
Me incliné y besé su frente.
—Bienvenida a casa, Audrey. —Susurré, aunque sabía que no me escucharía.
Me quedé así, con la cabeza apoyada contra la suya, escuchando su respiración tranquila.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que la vida, con todos sus golpes, seguía siendo hermosa.
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A la mañana siguiente, desperté antes que ella.
Me levanté en silencio, preparé café y pan tostado.
Cuando regresé, ya estaba despierta, intentando alcanzar sus muletas.
—¿A dónde crees que vas? —le pregunté.
—A cepillarme los dientes.
—Yo te llevo el cepillo.
—Zade…
—Ni lo intentes. —Le sonreí—. Es una orden médica.
Resopló, pero cedió.
—Te estás aprovechando de mi condición.
—Desde que te conozco, tú te aprovechas de la mía.
—¿Cuál?
—La de no poder negarte nada.
Esa vez, no pudo ocultar la sonrisa.
Y yo tampoco quise hacerlo.
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Al final del día, cuando el sol se escondía tras los edificios, ella estaba sentada junto a la ventana, con una manta sobre las piernas.
La ciudad brillaba abajo, viva, ruidosa.
Y ella, tan quieta, parecía un contraste perfecto.
Me acerqué, la abracé por detrás y apoyé la barbilla sobre su hombro.
—¿En qué piensas?
—En lo afortunada que soy —dijo despacio—. En que… después de todo, sigo aquí. Y tú también.
Le besé el cuello, suave.
—No podría estar en otro lugar.
Ella giró un poco, me miró a los ojos.
Había una calma nueva en ellos, una mezcla de ternura y cicatriz.
—Zade…
—¿Sí?
—Prométeme algo.
—Lo que quieras.
—Prométeme que pase lo que pase, nunca dejaremos de volver aquí. A casa. A nosotros.
La abracé más fuerte.
—Lo prometo, cielo. Siempre volveremos.
Y en ese instante, sin palabras grandes ni gestos exagerados, entendí que estábamos empezando de nuevo.
No desde cero, sino desde lo vivido.
Con las cicatrices como prueba, y el amor como única certeza.
Porque, al final, eso éramos:
Dos almas rotas que habían aprendido a encontrarse, una y otra vez, hasta sanar.