Inevitable

Capítulo 34 - Tranquilidad

Zade

No recuerdo la última vez que una noche se sintió tan tranquila.
Tan… humana.
Sin el ruido del hospital, sin las llamadas, sin el pitido constante de una máquina recordándome que algo podía salir mal.
Solo el sonido de la lluvia cayendo suave contra los ventanales y su respiración en la habitación contigua.

Audrey está recostada en el sofá, con una manta sobre las piernas, viendo algo en la televisión que no estoy seguro si le interesa o solo usa de fondo.
Desde la cocina, la observo.
Hay algo hipnótico en verla tan concentrada, con esa serenidad que durante semanas creí perdida.

—¿Qué haces? —me pregunta sin mirarme, notando mi silencio.
—Te miro.
—Otra vez.
—Siempre.
—No es sano —dice, pero sonríe. Esa sonrisa pequeña, de esquina de labios, la que siempre logra desarmarme.

Sirvo las tazas de té. No café esta vez. Ella no puede tomarlo por la medicación.
El vapor sube lento, llenando la cocina con ese aroma dulce de manzanilla y miel que ella dice que “sabe a calma”.
Camino despacio hacia el sofá y dejo la taza frente a ella.

—Gracias —susurra.
—¿Te duele?
—Un poco. Pero ya no tanto como antes. —Da un sorbo, cerrando los ojos un momento—. Esto me hace sentir… normal.
—Eso intento.

Me siento junto a ella.
Su cabeza termina apoyada en mi hombro, como si el gesto fuera ya un reflejo natural.
La lluvia sigue, constante, como un telón de fondo hecho a medida.

Horas más tarde, apagamos la televisión.
El penthouse queda casi a oscuras, iluminado apenas por las luces de la ciudad.
Audrey se estira con cuidado, intentando no mover demasiado la pierna.

—Mañana tienes control médico, ¿recuerdas? —le digo.
—Sí, lo recuerdo.
—Y te llevaré yo, nada de taxis.
—Zade…
—Nada de “Zade”. Ya sabes que no voy a discutir eso.

Se ríe bajito, esa risa que suena como si el alma exhalara.
—Eres imposible.
—Y tú demasiado terca.
—Por eso funcionamos.

Me acerco, y ella levanta la mirada.
Los ojos de Audrey tienen algo que siempre me destruye.
No es el color, ni la forma.
Es esa mezcla de fuerza y fragilidad, de “estoy bien” y “me estoy rompiendo” en la misma mirada.

Le acomodo un mechón de cabello detrás de la oreja, y ella sonríe apenas, con los labios entreabiertos.
—No hagas eso —dice.
—¿Qué?
—Mirarme así.
—¿Así cómo?
—Como si tuvieras miedo de que desaparezca.

Me quedo callado.
Porque, en el fondo, sí tengo miedo.
De que despierte y no esté.
De que todo haya sido un sueño, una ilusión de esas que duelen cuando terminan.

En lugar de responder, le beso la frente.
Lento.
Con la calma de quien quiere memorizar cada segundo.

Más tarde, cuando nos vamos a la cama, ella se acomoda con cuidado.
Aún tiene que dormir de lado, con una almohada bajo la pierna para no forzarla.
La cubro con la manta y apago la lámpara.

—¿Puedes acostarte? —me pregunta, girando un poco la cabeza.
—Claro.

Me meto bajo las sábanas, y ella automáticamente busca mi pecho con su mano.
Sus dedos tiemblan un poco, y los entrelazo con los míos.

—Zade…
—Dime.
—Gracias por no rendirte.

Me quedo quieto.
El corazón me late tan fuerte que siento que podría oírlo.
—Nunca fue una opción —respondo.

Ella suspira, y su respiración tibia me roza la piel del cuello.
—Me da miedo que algo vuelva a pasar.
—No va a pasar.
—No puedes prometer eso.
—Tienes razón. Pero puedo prometerte que, si pasa, estaré aquí.

Audrey no dice nada. Solo se acurruca un poco más.
Sus dedos aún entrelazados con los míos, su cuerpo tan cerca que puedo sentir el ritmo de su respiración alinearse con el mío.

—¿Sabes qué pensé cuando desperté después del accidente? —susurra.
—¿Qué?
—Que te había perdido. Otra vez.

Su voz tiembla un poco.
Le beso la sien, sin dejarla hablar más.
—No me perdiste, cielo. Me encontraste. Otra vez.

Despierto en mitad de la noche.
La lluvia sigue.
Ella duerme, con una mano en mi pecho.
La observo unos segundos, en ese silencio que solo la madrugada tiene.

Y ahí lo entiendo todo.
No necesito grandes gestos, ni finales perfectos.
Solo esto.
Su respiración tranquila, su cuerpo cálido junto al mío, el sonido de la lluvia afuera.
La calma después de la tormenta.

...

A la mañana siguiente, ella se despierta primero.
La escucho moverse despacio, recogiendo el cabello en un moño torcido.
Cuando abro los ojos, me mira con una sonrisa pequeña, dormida todavía.

—Buenos días —dice.
—Buenos días, cielo.
—Dormiste toda la noche.
—Porque tú estabas aquí.

Ella se ríe, negando con la cabeza.
—Dios… a veces eres tan cursi.
—Solo contigo.

Se levanta con cuidado, apoyándose en la muleta, y va hasta la cocina.
Yo la sigo, solo para verla moverse.
Ella abre los gabinetes, saca cereal, leche, prepara dos tazones.

—No quiero que cocines hoy —dice.
—¿Por qué no?
—Porque seguramente terminas usando tres ollas para calentar agua.
—Eso fue una sola vez.
—Fue una vez suficiente. —Me guiña el ojo, divertida.

Nos sentamos a desayunar.
Y ahí, entre risas y comentarios simples, me doy cuenta de algo que había olvidado:
la felicidad no siempre llega con fuegos artificiales.
A veces llega así, en la rutina.
En los silencios cómodos.
En los gestos pequeños.

Audrey me mira.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Nada. Solo estaba pensando.
—¿En qué?
—En que ya no tengo miedo.

Ella sonríe, y en su mirada hay algo nuevo.
Luz.
Vida.
Esperanza.

Y en ese instante, sé que no importa lo que venga.
Porque mientras ella esté aquí, mientras su risa siga llenando este lugar, el mundo puede seguir girando.
Nosotros ya encontramos nuestro equilibrio.




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