Inevitable

Capítulo 37 - El hogar que elegimos

Zade

Han pasado tres meses desde que todo volvió a tomar forma.
Desde que el miedo y el ruido quedaron atrás.
Tres meses desde que Audrey volvió a caminar sin muletas, desde que dejó de quejarse del dolor en las costillas y empezó a reír como antes.
Tres meses desde que volvió a ser mi calma y mi caos al mismo tiempo.

Hoy la vi entrar al penthouse con su típico café en mano, los auriculares puestos y el cabello suelto.
Parecía un rayo de sol.
Y no sé qué me dio, pero mientras la observaba dejar su bolso en el sofá y empezar a hablarme de una reunión de NOVA, solté lo que llevaba días queriendo decir.

—Audrey… —ella levantó la vista, con una ceja arqueada—. No puedo vivir sin ti.

Lo dije así, con dramatismo puro, apoyando la mano en el pecho como si fuera una escena de teatro.
Ella soltó una carcajada, esa que tanto me gusta.

—¿Otra vez con tus discursos, Kael?
—No, en serio —me acerqué, tomándola de la cintura—. No puedo. No quiero. Ya me cansé de ver cómo se van los días cuando tú no estás.

Ella trató de no sonreír, pero fracasó.
—¿Y cuál es tu propuesta esta vez?
—Ven a vivir conmigo.
—Ya vivo aquí la mitad de la semana —dijo, intentando sonar lógica.
—Entonces vive aquí todos los días. Con tus cosas, tus plantas, tus cien libros y tus tazas que ocupan medio gabinete.
—¿Y tu paz mental?
—La perdí el día que te conocí, así que no te preocupes.

Audrey rió, y juro que esa risa valía más que cualquier acuerdo de negocios que haya firmado.

—Eres un exagerado —dijo, rodando los ojos—.
—Un exagerado que te ama.
—Ah, ahí está el truco.

Y entonces, sin dramatismos, sin palabras ensayadas, solo asintió.
—Está bien, busquemos una casa.

Pasamos la tarde navegando por portales de bienes raíces.
Yo buscaba amplias, modernas, con vistas a la ciudad.
Ella, acogedoras, con luz cálida, un pequeño jardín y una cocina que no pareciera de revista.

—Zade, no necesitamos veinte habitaciones.
—Claro que sí, por si algún día decidimos tener veinte hijos.
—¿Veinte? —preguntó, riéndose.
—O veinte gatos. No estoy cerrado a opciones.

Me lanzó un cojín directo a la cara.

Pero entre bromas y pantallas, algo dentro de mí se acomodó.
No era solo buscar una casa, era entender que ella ya era mi hogar, y que solo buscábamos un lugar donde todo lo demás encajara.

—★‹🏘️›★—

Audrey

Nunca pensé que elegir una casa con Zade sería tan divertido… y tan agotador.
Parece no entender el concepto de “acogedor”.
Cada vez que le muestro una casa con flores en la entrada o una chimenea, él responde:
—Sí, pero… ¿dónde pondríamos el estudio de música, el gimnasio y la sala de cine?

A veces me pregunto si está buscando una casa o un complejo de lujo.

Pero verlo emocionado, tan involucrado, me hace sonreír.
Este Zade no es el mismo de antes.
Ya no huye de los planes a largo plazo, ya no se encierra en su trabajo.
Ahora me busca, me escucha, se sienta conmigo a ver películas sin mirar el celular cada cinco minutos.

Hoy, mientras caminábamos por una de las casas que visitamos, él se detuvo frente a una gran ventana que daba al atardecer.
—Mira eso —dijo.
Y sí, era hermoso. El cielo anaranjado, la ciudad al fondo, el silencio del lugar.
Pero lo que más me gustó fue cómo me miró a mí, como si en ese instante todo tuviera sentido.

—¿Y si este fuera nuestro lugar? —preguntó.
—Tiene buena luz —respondí, intentando sonar imparcial.
—Y una cocina decente.
—Y una terraza enorme.
—Y tú sonreíste cuando la viste.

Me quedé callada.
—Eso no es un argumento válido.
—Sí lo es —dijo, tomándome de la mano—. Porque cuando sonríes así, sé que estamos en el lugar correcto.

Ahora, mientras escribo esto desde el sofá del penthouse, lo veo en la otra esquina, concentrado en una videollamada de trabajo.
Y sonrío.
Porque, aunque aún no hemos firmado ningún contrato ni elegido una dirección definitiva, sé que ya tomamos la decisión más importante:
Caminar juntos.

Después de todo, no se trata solo de mudarse, sino de quedarse.

Y por primera vez en mucho tiempo, quiero quedarme.

Zade levanta la mirada y me encuentra escribiendo.
—¿Qué haces?
—Anoto una promesa —respondo, sonriendo.
—¿Cuál?
—Que, cuando encontremos nuestro hogar, prometo decorar tu oficina con cojines rosados.
—Ni lo sueñes.
—Ya veremos, Morgan, Ya veremos.

Esa noche, antes de dormir, Zade me abrazó y murmuró:
—No puedo creer que esto sea real.
—¿Qué cosa?
—Tú y yo… después de todo.
—A veces lo imposible solo necesitaba un poco más de tiempo —le dije.

Y él, medio dormido, solo alcanzó a susurrar:
—Y un poco más de ti.




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