Inevitable

Capítulo 38 - Nuestra casa, Por fin.

(Narrado por Zade)

Nunca pensé que ver cajas apiladas por toda una casa pudiera darme tanta paz.
Durante años, cada vez que me mudaba, todo era orden, planificación, eficiencia.
Contrataba empresas, mandaba listas, revisaba planos.
Pero ahora… ahora es diferente.

Esta vez hay risas, playlists con canciones que Audrey jura que son “de mudanza”, y aroma a café recién hecho mezclado con el polvo de las cajas.
Y ella, claro, descalza, con una camiseta que me queda enorme, dando órdenes mientras intenta pegar etiquetas en todo.

—No pongas eso ahí, Kael. Ese cuadro va en la sala.
—Audrey, eso es un mapa antiguo de 1872, no pega con tu idea de “hogar acogedor”.
—Justamente por eso va a quedar perfecto. Contraste, amor mío. Contraste.

“Amor mío.”
Sí, lo dice así, con esa sonrisa que desarma cualquier argumento.

La casa es tal como la imaginamos —bueno, como ella imaginó y yo terminé aceptando—:
fachada moderna, líneas limpias, grandes ventanales y un pequeño jardín al frente con flores que Audrey insiste en cuidar personalmente.

El primer día que la vimos, ella se quedó muda frente a la entrada.
Solo miró las luces cálidas, la textura de las paredes y el cielo abriéndose sobre el balcón.
Yo supe, en ese instante, que habíamos encontrado nuestro lugar.
Porque ella sonrió como si, por fin, algo dentro de ella encajara.

La mudanza fue un caos hermoso.
Audrey trajo más libros de los que debería ser legal poseer.
Yo, por mi parte, traje equipos, vinilos, documentos y un sillón que ella calificó como “el mueble más feo del planeta”.

—Ese sillón tiene historia —le dije, ofendido.
—Sí, historia de trauma visual. No entra.
—¿Y si lo pongo en mi oficina?
—Ni ahí.

Obviamente, el sillón terminó en el garaje.
Junto a mi orgullo.

Pasamos los primeros días organizando todo a nuestro ritmo.
Audrey se encargó de la cocina y el jardín.
Yo, del estudio y del sistema de sonido (porque alguien tiene que ocuparse de lo importante).

Ella decoró con cortinas beige, mantas suaves y cuadros con frases inspiradoras.
Yo agregué lámparas minimalistas, un escritorio negro y una cafetera industrial que parece sacada de un laboratorio.

Y aun con estilos tan distintos, todo encajó.
Como si la casa entendiera que lo nuestro nunca fue la perfección, sino el equilibrio.

---

Una tarde, mientras tomábamos vino en la terraza, Audrey apoyó la cabeza en mi hombro y soltó:

—Quiero una mascota.

Casi escupo el vino.
—¿Una qué?
—Una mascota. Un perrito o un gato. Algo pequeño, tierno, que haga compañía.
—Ya tienes a mí.
—Sí, pero tú no maúllas ni mueves la cola cuando llego.
—No todavía.

Ella rió, me pellizcó el brazo y me miró con esa carita de “no pienso rendirme”.

—Audrey… —empecé con mi mejor tono diplomático— no soy fan de los animales en casa. Pelos, ruido, caos…
—Zade.
—¿Sí?
—Por favor.

Solo eso. Dos palabras.
Y un beso.
Un beso lento, suave, de esos que hacen que todo mi razonamiento empresarial se disuelva como azúcar en café caliente.

—Está bien —murmuré, rendido—. Uno pequeño. Y entrenado.
—¡Lo amo!
—¿A mí o al perro?
—A ambos, pero al perro le compraré suéteres.
—A mí no.
—No prometo nada.

---

Ahora la casa huele a pintura nueva, a café y a flores frescas.
Audrey camina descalza por los pasillos, el sol entra por las ventanas y las cortinas se mueven con la brisa.
Hay música sonando en cada rincón, y yo, que solía odiar el ruido, empiezo a pensar que este tipo de ruido es justo lo que me faltaba.

Ella dice que la casa ya tiene alma.
Y creo que tiene razón.
Porque desde que ella la habita, todo luce más vivo, más cálido, más… nuestro.

Esta noche, antes de dormir, la escuché desde la otra habitación hablándole a la nada.
Me acerqué, curioso.
Estaba viendo videos de cachorros en su teléfono.
—Estás tramando algo —le dije.
—Tal vez.
—¿Qué raza estás mirando?
—Eso depende de ti.
—¿De mí?
—Sí, de cuánto dure tu resistencia.

Sonreí.
Porque ya sé cómo termina esta historia:
Con una cama compartida, una casa que por fin se siente como hogar…
y probablemente un perro durmiendo sobre mi alfombra más cara.

Pero si eso la hace feliz, entonces, qué demonios…
Supongo que puedo aprender a vivir con pelos en la alfombra.

Después de todo, si aprendí a vivir sin ella, también aprendí que no quiero volver a hacerlo.




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