Inevitable

Capítulo 39 - un desastre adorable

(Narrado por Zade)

El día comenzó tranquilo.
Demasiado tranquilo, para ser exactos.

Audrey había salido temprano “a hacer un par de cosas”.
Cuando dice eso, suele implicar que volverá con algo que cambiará mi rutina por completo.
La última vez, fue una lámpara de colores que según ella “daba buenas vibras”.
Esta vez, sospechaba algo peor.

Estaba en el estudio, revisando correos, cuando escuché la puerta abrirse y una voz cantar:

—¡Zaaaaade! No te enojes…

Ah, perfecto.
Si empieza así, definitivamente hizo algo.

Me asomé al pasillo, y ahí estaba ella.
El cabello despeinado por el viento, una sonrisa traviesa… y un bulto peludo moviéndose detrás de sus piernas.

—¿Qué es eso? —pregunté, sin apartar la vista del “bulto”.
—Una sorpresa.
—No me gustan tus sorpresas.
—Mentira.

Dio un paso al lado y entonces lo vi.
Un cachorro enorme, de pelaje negro, blanco y marrón, con unas patas desproporcionadas y ojos tan brillantes que parecía recién salido de una película.
Me miró. Ladeó la cabeza. Movió la cola.

Y yo… bueno, casi digo “no”.
Casi.

—Audrey… eso no es pequeño.
—Aún no.
—¿Aún?
—Va a crecer un poquito.
—¿Qué tanto es “un poquito”?
—Digamos… lo suficiente para protegernos.
—Audrey, eso parece un oso bebé.

Ella rió y se agachó para acariciar al cachorro, que de inmediato empezó a lamerle las manos y subirsele encima como si la conociera de toda la vida.

—Mira su carita, Zade. No puedes decirle que no.
—No le estoy diciendo que no. Te lo estoy diciendo a ti.
—Pues tendrás que decírmelo con más convicción, porque ya tiene nombre.

Suspiré.
—¿Cómo se llama?
—Atlas.
—Atlas… —repetí, arqueando una ceja—, ¿como el titán que sostiene el mundo?
—Exacto.
—Perfecto. Un nombre mitológico para un perro que va a destrozar mis alfombras.

Audrey sonrió con esa inocencia que usa cuando ya sabe que ganó.

...

Las primeras horas fueron un desastre controlado.
Atlas recorrió la casa con el entusiasmo de quien cree que todo le pertenece: el sofá, el jardín, mis zapatos.
En menos de diez minutos había logrado morder una almohada, beber del tazón de Audrey y dejar huellas húmedas en el piso recién pulido.

—Audrey —dije, mientras lo veía correr con mi corbata entre los dientes—, tu hijo está destruyendo todo.
—No le digas “mi hijo”, es nuestro.
—No. No lo adoptes conmigo en plural.

Ella soltó una carcajada y vino a abrazarme por la espalda, apoyando el mentón en mi hombro.
—Zade, míralo. Está feliz. Nosotros estamos felices. Es solo una corbata.
—Era de seda italiana.
—A él le gusta el lujo, igual que tú.
—Perfecto, lo entrenaré para que entienda el concepto de “no tocar”.
—Buena suerte con eso.

Atlas ladró, como si entendiera el sarcasmo.

Esa noche, el cachorro se acurrucó entre nosotros en el sofá mientras veíamos una película.
Audrey estaba medio dormida, la cabeza recostada en mi pecho, y Atlas roncaba a su lado, hecho una bola de pelo.

Lo miré un momento.
Era torpe, inquieto, un completo caos con patas.
Pero había traído algo distinto a esta casa.
Risa. Movimiento. Vida.

Y, de alguna forma, hacía que Audrey sonriera incluso cuando estaba agotada.
Eso, para mí, ya era razón suficiente para quererlo.

Pasé una mano por su cabeza y él levantó la mirada, moviendo la cola.

—Está bien, Atlas. Supongo que te quedarás.
—¿Ves? —murmuró Audrey, medio dormida—, te lo dije… él también te ama.
—No pongas palabras en su hocico.
—Too late.

Sonreí en silencio.
Ella dormía tranquila, el cachorro ronroneaba en su propio idioma de respiraciones, y yo… por primera vez en años, me sentí exactamente donde debía estar.

Ahora tengo una casa con flores, una mujer que me desordena el alma y un perro gigante que babea sobre mis zapatos caros.
Y, contra todo pronóstico, no cambiaría nada.
Ni siquiera el desastre adorable que ahora duerme en medio de la cama que antes era solo mía.




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