Inevitable

Capítulo 40 - Enemigo peludo

(Narrado por Zade)

Entré a la casa y lo primero que escuché fue un silencio sospechoso.
Y en esta casa, el silencio nunca es buena señal.

—¿Audrey? —pregunté, aunque ya sabía que no estaba.
Tenía reunión todo el día en la sede oriental de NOVA, y según su mensaje, llegaría tarde.
Así que solo estábamos Atlas y yo.

Perfecto.
El dúo dinámico del desastre.

Dejé las llaves sobre la encimera y avancé hacia el pasillo. Fue ahí cuando lo vi.
Atlas salía de la habitación… con mi zapato en la boca.

—No… —murmuré con voz baja, como si el tono bastara para detenerlo.
Pero no.

El condenado me miró directamente a los ojos, ladeó la cabeza, y con toda la tranquilidad del mundo, salió corriendo hacia el jardín trasero.

—¡Atlas! ¡No! ¡Eso es Gucci, maldita sea!

Corrí detrás de él, pero ya había pasado la puerta corrediza y corría por el pasto con el zapato colgando entre sus dientes.
La escena parecía sacada de una comedia absurda: yo, un tipo de treinta años en camisa blanca y traje, persiguiendo a un cachorro gigante que creía que todo era un juego.

—¡Devuélveme eso! —grité, mientras esquivaba una maceta.
Él corrió en círculos. Me lanzó una mirada y movió la cola.
¿Estaba… burlándose de mí?

Intenté acercarme con calma.
—Atlas… amigo… escucha, podemos hablar de esto.
Él se agachó, bajó el lomo y salió disparado otra vez.

Me rendí.
—Perfecto. Estoy negociando con un perro. Audrey estaría muriéndose de la risa si viera esto.

Y entonces me vino el pensamiento más frustrante:
si Audrey estuviera aquí, Atlas ya habría obedecido.

Porque claro, solo le hace caso a ella.
Ella dice “Atlas, siéntate”, y él se sienta.
Yo digo “Atlas, siéntate”, y el maldito me mira como si acabara de decirle una grosería.

Audrey lo entrenó con ese tono suave y dulce que tiene. Yo… bueno, a mí me ignora.
Y lo peor es que Audrey lo encuentra “tierno”.

“Le toma tiempo acostumbrarse a ti”, me dijo hace unos días.
¿Acostumbrarse?
Vive conmigo, come de mi mano y duerme en mi cama cuando ella lo deja.
¿Y todavía no se acostumbra?

Después de veinte minutos de persecución, Atlas por fin se detuvo.
Se echó en el pasto, jadeando, el zapato completamente empapado de baba.
Me acerqué despacio y logré quitárselo.

—Gracias, destructor de moda —murmuré, levantando el zapato que ahora brillaba bajo el sol por culpa de la saliva.
Atlas movió la cola y soltó un ladrido corto, satisfecho.

—¿Sabes qué? No entiendo cómo Audrey te adora tanto.

Me miró con esos ojos redondos, negros, llenos de vida.
Y maldita sea, me ablandó el corazón otra vez.

—Está bien, no te enojes —dije, suspirando mientras lo acariciaba—. Pero si vuelves a tocar mis zapatos, te juro que…
Ladró.
—Sí, sí. No me crees.

...

Más tarde, mientras preparaba algo para cenar, Atlas se echó a mis pies.
Dormía tranquilo, respirando hondo, con la pata sobre mi zapatilla, como si reclamara territorio.

—¿Sabes? —le dije sin esperar respuesta—. No sé en qué momento pasé de odiar la idea de tenerte a acostumbrarme a tu ruido.
Ladró dormido, un pequeño sonido ronco, y movió la pata.

Sonreí.

—Sí, sí, ya lo sé. Audrey tiene razón. Te ganaste tu lugar aquí. Pero… —bajé la voz, mirándolo—, sigue sin morder mis malditos zapatos.

Cuando Audrey llegó esa noche, Atlas saltó sobre ella, moviendo la cola como si no la hubiera visto en años.
—Hola, bebé lindo —le dijo ella con voz derretida, acariciándolo—. ¿Te portaste bien?
La miré desde la cocina.
—Defíne “bien”.
Ella me miró, arqueó una ceja.
—¿Qué hizo?
Le mostré el zapato.
Audrey soltó una carcajada.
—Oh, vamos, Zade, está aprendiendo.
—Sí, a destruir mi guardarropa.

Atlas, mientras tanto, se acurrucó contra ella, feliz, y me lanzó una mirada triunfal.
Ese perro sabía exactamente lo que hacía.

Y yo, resignado, me limité a decir:

—Audrey, tu hijo me odia.
—No te odia, solo sabe quién manda.
—Perfecto. Dos contra uno.

Ella rió, y en ese momento supe que, aunque el perro me sacara de quicio, no podría imaginar la casa sin él.

Ni sin ella.




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