Inevitable

Capítulo 41 - Declaración de Guerra

(Narrado por Zade)

Estoy convencido.
Atlas me odia.

No hay otra explicación lógica, científica o espiritual para justificar lo que hace este animal cada día.
Y hoy, especialmente hoy, está decidido a demostrarlo.

Todo comenzó por la mañana.
Salí de la ducha, todavía medio dormido, y lo primero que vi fueron mis pantuflas.
O mejor dicho, los restos de lo que alguna vez fueron mis pantuflas.

Atlas las había sacado de debajo de la cama y las había convertido en una especie de… no sé, escultura abstracta de espuma y tela.
Un Picasso canino.

—Atlas… —susurré, con una calma falsa—, te di juguetes, te di comida, te di un jardín entero… ¿por qué mis pantuflas?

Él solo me miró, ladeó la cabeza y movió la cola.
Y luego bostezó.
Me estaba provocando. Lo sabía.

...

El día siguió con normalidad, o al menos eso pensé.
Tuve que salir a una reunión, y cuando regresé por la tarde, lo primero que noté fue el olor.
Un olor sospechoso, a desastre reciente.

Abrí la puerta de la cocina y ahí estaba:
la basura esparcida por todo el piso, el bote volcado y Atlas en medio del crimen, con una envoltura en la boca y cara de “no fui yo”.

—No, claro que no fuiste tú —dije con sarcasmo—. Fue un fantasma. Un fantasma con cuatro patas y cola.

Atlas soltó la bolsa, bajó las orejas y salió corriendo hacia el sofá, donde se hizo el dormido en menos de cinco segundos.

Lo miré.
—No vas a fingir inocencia, ¿verdad?
Roncó.
—Genial. Ahora también actúas.

Respiré hondo, conté hasta diez (aunque quise llegar al cien), y marqué el número de Audrey.
No podía más.
El perro me estaba sacando canas verdes.

El teléfono sonó dos veces antes de que contestara.
—¿Cielo? —su voz sonaba alegre, musical, y solo eso ya me calmó un poco.
—Cielo, dime que estás cerca de casa, por favor.
—Zade… ¿por qué suenas tan desesperado?

—Porque tu hijo acaba de desmantelar la cocina.
Silencio.
Y luego, risa.
Risa.
—¿Qué hizo ahora? —preguntó entre carcajadas.
—Para empezar, asesinó mis pantuflas. Luego organizó una guerra civil en el basurero. Y estoy seguro de que planea dominar el resto del planeta en cuanto te descuides.

Audrey seguía riéndose.
—Zade, exageras.
—No, no exagero. Este perro me odia, Audrey. Lo siento en mi alma. Me mira con esa cara de santo, pero detrás de esos ojos hay pura maldad.
—¿Y qué hiciste tú? —preguntó, divertida.
—¿Qué hice yo? Intentar sobrevivir.

La escuché sonreír a través del teléfono.
—Voy en camino, ya salí del trabajo. Dale una galleta, eso lo calma.
—¿Una galleta? Lo que necesito es un exorcista, Audrey.
—Zade… —su tono cambió, más suave, más tierno—, dale la galleta.

Suspiré.
—Solo porque lo dijiste tú.

Colgué y caminé hacia la despensa. Atlas me observaba desde el sofá, con la cabeza apoyada en el cojín, fingiendo que estaba en paz con el universo.
Saqué una de sus galletas y la levanté.
—Trato temporal, ¿sí? Si te comportas, yo sobrevivo.

Le di la galleta y, por un segundo, pensé que todo había terminado.
Hasta que giré la cabeza y lo vi intentando subirse al sofá con el bote de basura entre los dientes otra vez.

—¡Atlas, no! ¡Basta! —grité, corriendo hacia él.

El perro salió disparado con su botín, yo detrás, resbalando en el piso, mientras el eco de mis pasos llenaba la casa.
Definitivamente, esto era guerra.

Cuando Audrey llegó, lo primero que vio fue a Atlas acostado a sus pies, feliz, y a mí en el sofá, despeinado, agotado y con una bolsa de basura en la mano.
—¿Qué… pasó aquí? —preguntó, tapándose la boca para no reír.
—Tu hijo intentó asesinar mi paciencia.
—Oh, mi amor —dijo, inclinándose para besarme en la frente—, solo está aburrido.
—Audrey, por favor, ese perro no está aburrido. Está conspirando.

Ella se echó a reír otra vez, se arrodilló frente a Atlas y le rascó la cabeza.
—¿Verdad que no, mi amor? —le susurró al perro—. Solo quieres jugar, ¿cierto?
El traidor la miró, movió la cola, y luego… vino hacia mí y me dejó una pelota a los pies.

—¿Ves? Te quiere —dijo ella sonriendo.
Yo lo miré.
Él me miró.
Y luego soltó un ladrido suave, como si se burlara.

—Sí, claro. Lo adoro —murmuré con ironía, tomando la pelota.
Audrey se sentó a mi lado, recostando la cabeza en mi hombro.
—Te dije que se iban a llevar bien.
—Claro, dentro de unos diez años.

Ella soltó una risita.
—Eres imposible.
—Y tú me hiciste padre de un demonio peludo.

Atlas se acurrucó junto a nosotros y Audrey suspiró feliz.
Yo, en silencio, solo la miré… y supe que, aunque el perro arruinara todas mis alfombras y zapatos, ella valía cada desastre.

Y si tener a Audrey significaba tener también a Atlas…
Bueno, podía aprender a vivir con eso.

Aunque escondiera mis pantuflas para siempre.




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