(Narrado por Zade)
No sé cómo diablos llegué a esto.
Hace una semana, yo era un hombre respetable, con una casa impecable, un perro que ya toleraba (más o menos), y cierta estabilidad en mi vida.
Hoy… tengo un gato.
Un gato.
Negro.
Con ojos verdes como dos esmeraldas y la capacidad de mirarme con un descaro que solo he visto en Audrey.
Ella lo trajo esta mañana, envuelto en una mantita gris, como si trajera a un bebé recién nacido.
—Mira, Zade —dijo con una sonrisa peligrosa—, este es Chimuelo.
El nombre ya fue suficiente para darme una jaqueca.
—¿Chimuelo? —repetí, incrédulo—. Audrey, eso no es un gato, es un dragón.
—Exactamente. —me guiñó un ojo—. Por eso se llama así.
Atlas, mientras tanto, observaba la escena desde la alfombra, con las orejas hacia atrás y una mirada que decía claramente: ¿qué es esa cosa diminuta y por qué está en mi territorio?
—Te lo juro, Atlas, yo tampoco lo entiendo —murmuré, agachándome junto a él—. Pero al parecer, no tenemos voz ni voto aquí.
Chimuelo maulló, estiró una patita y, sin ningún tipo de miedo, caminó directo hacia el perro gigante.
Yo esperaba una guerra, una batalla épica entre colmillos y garras… pero no.
Atlas retrocedió.
El cachorro de casi treinta kilos dio un paso atrás, asustado, mientras el minúsculo gato se sentaba frente a él, observándolo con la misma autoridad con la que Audrey me mira cuando quiere tener la razón.
—Genial —murmuré—. Otro ser en esta casa que me ignora por completo.
Audrey solo reía.
—Mira qué valiente es.
—Sí, claro. Mini Satanás.
Las primeras horas fueron un caos.
Atlas no dejaba de seguir al gato, gruñendo bajo, mientras Chimuelo exploraba cada rincón de la casa con una confianza absurda.
Yo intentaba mantenerlos separados, pero Audrey insistía en que debían conocerse a su ritmo.
A su ritmo, claro.
El ritmo de dos animales que ya conspiraban contra mí.
Por la noche, cuando Audrey se fue a duchar, bajé al salón y encontré a Atlas echado sobre la alfombra.
A su lado, dormía el gato.
Chimuelo estaba literalmente enredado entre las patas del perro, ronroneando.
Me quedé ahí, en silencio, observando.
Atlas levantó apenas la cabeza, me miró con esa mezcla de culpa y ternura, y suspiró.
—¿Así que ahora lo toleras? —le dije, cruzándome de brazos—. Muy bien, traidor.
Atlas apoyó la cabeza otra vez y cerró los ojos.
No pude evitar sonreír.
No entiendo cómo Audrey lo hace. Cómo convierte todo lo que toca en algo cálido, vivo… real.
Esta casa se siente distinta desde que ella llegó.
Más ruidosa, sí. Más caótica.
Pero también más… nuestra.
Audrey bajó unos minutos después, con el cabello húmedo y ese brillo en la mirada que siempre me desarma.
Se quedó quieta al ver la escena.
—Mira eso —susurró, sonriendo—. Sabía que se llevarían bien.
La abracé por detrás, apoyando la barbilla sobre su hombro.
—Sabes que me estás convirtiendo en un hombre domesticado, ¿verdad?
—No —contestó riendo—, te estoy convirtiendo en alguien feliz.
Y maldita sea, tiene razón.
Porque mientras ella se inclina para acariciar al perro y al gato dormidos, mientras el sonido de su risa llena la habitación, entiendo algo que ya sabía desde hace tiempo:
No importa si la casa está llena de pelos, si el sofá tiene huellas, o si hay un gato negro que me roba los calcetines…
Si ella está aquí, todo vale la pena.
—Bienvenido a la familia, Chimuelo —digo finalmente, resignado.
El gato abre un ojo, me mira con total indiferencia, y vuelve a dormir.
Perfecto.
Justo lo que necesitaba: otro miembro del club “Ignorando a Zade Morgan”.
Audrey se ríe, y yo no puedo evitar hacerlo también.
Porque al final, este es mi caos.
Mi vida.
Mi hogar.