(Narrado por Zade)
A veces siento que Audrey habla con los ojos.
Que cuando está callada, el silencio dice mucho más que cualquier palabra.
Y ayer, mientras veíamos Harry Potter con Atlas roncando en su cama y Chimuelo aplastándome el pecho como si fuera suyo, noté que algo en ella estaba distinto.
No triste del todo, pero… apagada.
No le pregunté en ese momento.
Aprendí que hay cosas que no se fuerzan, que si la presiono puede cerrarse más.
Pero desde que despertó esta mañana, esa sensación seguía ahí.
No sé, sus sonrisas sonaban un poco más suaves, sus risas un poco más cortas.
Estaba en la cocina, preparando café —sí, yo preparándolo, todavía me sorprende no haber quemado nada— cuando la vi entrar con el cabello despeinado, usando mi camiseta.
Siempre lo hace, y cada vez me cuesta no quedarme mirándola más de lo necesario.
—Buenos días —murmuró, acercándose con paso lento.
—Buenos días, mi cielo —le respondí, dejándole un beso en la frente—. ¿Dormiste bien?
—Mhm… sí, más o menos. —Fingió una sonrisa pequeña, pero sus ojos tenían ese brillo que me dice que hay algo más detrás.
Me quedé callado unos segundos, solo observándola mientras revolvía el azúcar en su taza.
Después apoyé las manos en la encimera y, con voz baja, le dije:
—Ayer te vi un poco desanimada… ¿quieres contarme qué pasa?
Ella levantó la mirada, sorprendida.
Por un momento pensé que iba a decir algo, pero en lugar de eso suspiró, se acercó y escondió la cabeza en mi pecho.
—No es nada, Zade. Solo… un día largo, eso es todo.
—¿Segura?
—Sí. —Su voz sonó tan suave que casi se perdió entre mis latidos.
La abracé sin decir más.
Porque si algo he aprendido con Audrey, es que a veces no necesita respuestas, solo silencio.
Solo brazos que no pregunten demasiado.
Pasamos así varios minutos, ella enredada en mis brazos, respirando lento.
Podía sentir cómo se relajaba poco a poco.
Chimuelo apareció a nuestros pies, frotándose contra su pierna como si también supiera que algo andaba distinto. Atlas observaba desde el sofá, con esa mirada curiosa que solo él tiene, moviendo la cola sin decidir si debía intervenir o no.
—Sabes que puedes contarme lo que sea, ¿cierto? —le dije en voz baja, sin soltarla.
Ella asintió contra mi pecho, sin levantar la cabeza.
—Lo sé —susurró.
No insistí.
Solo la besé en el cabello y dejé que el silencio llenara el espacio.
No sé qué la atormenta, pero sé que cuando esté lista, me lo contará.
Y si no lo hace, igual voy a estar aquí.
Porque con Audrey no necesito entenderlo todo.
Solo necesito estar.
El resto del día la mimé un poco más de lo normal: le preparé el desayuno (sin incendios, milagrosamente), la acompañé mientras trabajaba desde casa, y cuando se quedó dormida sobre el teclado, le quité las gafas con cuidado y le acaricié la mejilla.
A veces pienso que la felicidad también puede doler un poco, porque la amo tanto que me da miedo que algo la lastime.
Y aunque no sé qué fue exactamente lo que la puso así, tengo el presentimiento de que hay una historia detrás de esa fecha… algo que la marcó profundamente.
No voy a preguntar.
No todavía.
Pero cuando el momento llegue, estaré ahí.
Como siempre.