Inevitable

Capítulo 50 - Ethan

(Narrado por Audrey)

El reloj marcaba las once y media cuando Zade salió por la puerta, con su chaqueta en la mano y ese beso rápido en la frente que siempre me da antes de ir a una reunión.

—No tardo, mi cielo —me dijo sonriendo, acomodándome un mechón detrás de la oreja.
—Está bien, ve tranquilo —respondí, intentando que mi voz sonara tan ligera como su sonrisa.

Lo observé marcharse.
El sonido de la puerta cerrándose dejó un eco suave que llenó toda la casa.
Y entonces el silencio. Ese tipo de silencio que no pesa… hasta que lo hace.

Suspiré.
Atlas dormía hecho un ovillo en el sofá, y Chimuelo estaba acurrucado en el alféizar, mirando por la ventana con esos ojos verdes que parecían leer el alma.
Todo estaba en calma.
Demasiado en calma.

No sé por qué, pero hoy… hoy lo sentí.
Ese vacío que a veces aparece sin aviso, como una corriente fría que atraviesa los huesos.

Me senté en la alfombra de la sala y tomé una foto vieja del cajón del mueble.
Ethan sonreía en ella, con el cabello despeinado y ese brillo en los ojos que siempre tenía cuando me molestaba.
Era cinco años mayor que yo, aunque siempre actuaba como si fuera mi padre.

Tragué saliva, sintiendo cómo los recuerdos me apretaban el pecho.
—Hola, Ethan —susurré apenas—. Hoy… hoy pensé mucho en ti.

Los recuerdos llegaron uno tras otro, como si alguien los hubiera soltado todos de golpe.
Las risas compartidas, las tardes en bicicleta, los gritos cuando me caía y él corría a levantarme.
Ese último cumpleaños, mi número trece, cuando me prometió que el año siguiente me llevaría al mar.
Y no hubo siguiente año.

Llorar no fue una decisión, fue una consecuencia.
Las lágrimas simplemente aparecieron, cayendo despacio, tibias, implacables.
Me quedé allí, acurrucada en el suelo, con la foto apretada contra el pecho, imaginando cómo sería todo si él siguiera aquí.
Si conociera a Zade.
Sé que se llevarían bien. Ethan también era un poco terco, pero tenía el mismo tipo de humor sarcástico que Zade.
Y le habría gustado verlo cuidarme como lo hace.
Le habría gustado ver que por fin estoy bien.

Pero no está.
Y aunque han pasado diez años, hay días —como este— en que todavía duele como si fuera ayer.

Cuando el reloj marcó la una, me levanté despacio, fui a la cocina y puse a calentar agua para café.
Era lo único que sabía hacer cuando necesitaba respirar.
Café y silencio.

El sonido de la cafetera llenó el ambiente con ese aroma amargo y cálido.
Me apoyé en el mostrador, limpiándome las lágrimas con la manga de mi suéter.
La nariz me ardía, como siempre que lloro, y los ojos me pesaban.
No escuché cuando Zade entró.

Solo sentí sus brazos rodeándome por detrás, firmes, seguros, como si hubieran estado ahí desde siempre.
Su voz bajita, casi un susurro, me rozó la oreja.
—Mi cielo…

No dijo nada más.
No preguntó por qué tenía los ojos hinchados o por qué mi voz temblaba.
Solo me abrazó.

Y fue suficiente.

Apoyé mi cabeza en su pecho, sintiendo su respiración tranquila, su calor, su presencia que lo llenaba todo.
A veces, amar a alguien no es llenar los vacíos, es simplemente quedarse cuando el otro se pierde un poco dentro de ellos.

Zade me besó el cabello, lento, sin presionar, y me mecí en sus brazos con el café olvidado sobre la encimera.
Atlas bostezó en el sofá. Chimuelo bajó del alféizar y caminó despacio hasta nuestros pies, enroscándose en silencio, como si también entendiera que algo se había roto un poco.

No dije nada.
Y él no pidió explicaciones.

Solo nos quedamos así, en esa calma suave que sigue al dolor.
Y por primera vez en todo el día, sentí que podía volver a respirar.




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