Audrey
No sé cuánto tiempo pasó desde que sentí sus brazos rodearme.
Solo sé que, en ese instante, algo dentro de mí cedió.
Todo el peso, todo el nudo en el pecho… se fue soltando, poquito a poco, mientras me hundía en su abrazo.
Zade no dijo nada, no intentó detener mis lágrimas ni pedirme explicaciones.
Solo me sostuvo.
Y fue eso lo que más me dolió, y al mismo tiempo, lo que más me sanó.
Apoyé la frente en su camisa, empapándola con mis lágrimas silenciosas.
Podía oír su corazón, firme, constante, como un metrónomo que marcaba el ritmo del mundo mientras el mío se desacomodaba.
—Shhh… —susurró, apenas audible, con los labios rozándome el cabello—. Está bien, cielo. Estoy aquí.
Y yo lloré.
Lloré sin poder detenerme, sin saber si era tristeza, alivio o culpa.
Zade deslizó una mano por mi espalda, subiendo hasta la nuca, acariciándome con los dedos como si temiera que me rompiera más.
—Lo sé —dije entre sollozos, sin saber exactamente qué era lo que sabía, pero necesitaba decirlo.
—Lo sé… —repetí, apretando su camisa entre los dedos.
Su olor a madera y café se mezcló con el mío, y sentí esa familiaridad que solo él me provoca.
A veces no se necesitan palabras.
A veces solo necesitas que alguien te abrace hasta que el mundo deje de doler.
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Zade
No tengo idea de qué la hizo llorar.
Pero sé que no fue algo pequeño.
Su cuerpo temblaba apenas, como si el llanto viniera desde muy adentro, de esos lugares donde las palabras ya no alcanzan.
La apreté un poco más contra mí.
No dije nada, porque sé que a veces hablar solo rompe lo poco que el silencio está arreglando.
Solo la abracé.
Sentí sus dedos agarrar mi camisa, su frente apoyada en mi pecho, su respiración entrecortada que se mezclaba con la mía.
La adoro, joder.
Cada parte de ella. Incluso las que no me deja ver, incluso las que duelen.
—Mi cielo —murmuré—, no tienes que explicarme nada.
Ella negó suavemente con la cabeza, los ojos cerrados, y apoyó la mejilla en mi pecho.
Tenía la nariz roja, las pestañas húmedas, y aún así… se veía hermosa.
No ese tipo de belleza que se nota a primera vista, sino la que duele por lo real que es.
Me quedé así un rato más, balanceándola despacio.
Atlas nos miraba desde el sofá, con la cabeza ladeada, y Chimuelo se enredó en mis tobillos como si también entendiera que algo estaba pasando.
—Solo abrázame un poco más —me susurró Audrey, apenas audible.
Y eso hice.
Porque si de algo estoy seguro, es que ella no necesita soluciones, necesita presencia.
Mi presencia.
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Audrey
No sé cuánto tiempo pasamos así.
Diez minutos. Una hora. No lo sé.
Pero cuando al fin respiré hondo y levanté la cabeza, Zade seguía allí, mirándome como si fuera lo más frágil y lo más valiente del mundo al mismo tiempo.
—¿Estás mejor? —preguntó en voz baja.
—Sí… un poco —dije, aunque aún sentía los ojos pesados.
Me limpió una lágrima con el pulgar y sonrió apenas, esa sonrisa que siempre consigue desarmarme.
—Te ves hermosa, incluso cuando lloras —bromeó suavemente, intentando arrancarme una sonrisa.
Lo consiguió.
—Idiota —susurré con una pequeña risa.
Él solo se encogió de hombros.
—Tal vez, pero soy tu idiota.
Y volvió a abrazarme, esta vez más tranquilo, más cálido.
Sin palabras, sin juicios. Solo nosotros dos y el sonido del café que seguía goteando en la máquina.