Zade
Nunca he sido de los que planean cosas con anticipación.
Soy más del tipo que improvisa, que actúa con instinto.
Pero con Audrey…
todo es distinto.
Desde que volvimos de la casa frente al mar, no dejo de pensar en ella.
En cómo miraba el atardecer, en la forma en que hablaba con la brisa como si entendiera su idioma.
Y en cómo, por primera vez, sentí que estaba viendo el resto de mi vida justo ahí, en sus ojos cansados pero aún llenos de luz.
No es una idea que me haya llegado de golpe.
Fue más bien una certeza suave, que se metió sin permiso y se quedó.
La amo.
Y no quiero que haya un solo amanecer sin ella.
..
Llevo tres días dándole vueltas a lo mismo, entre reuniones, cafés fríos y llamadas sin alma.
No puedo concentrarme.
Mi mente está allá, con ella, riéndose con Chimuelo o tarareando alguna canción vieja mientras cocina.
Hasta Atlas parece saber que estoy distraído; se sube al sofá y me mira con esa cara de “¿vas a hacer algo o qué?”.
Y Chimuelo, descarado como siempre, se trepa por mi pantalón, clavando las uñas hasta que lo alzo.
Me mira directo, como si también me leyera el pensamiento.
—Sí, ya lo sé —le digo, acariciándole la cabeza—. Estoy perdido por ella.
Pienso en cómo podría hacerlo.
No quiero un anillo caro ni una cena lujosa.
Audrey no es de eso.
Ella ama lo sencillo, lo real.
Los gestos pequeños.
Las cosas que se sienten, no las que se muestran.
Tal vez… podría hacerlo en el coliseo, en Roma.
El lugar donde la vi sonreír sin peso en los hombros.
El único sitio donde la calma y ella parecían hablar el mismo idioma.
Pero aún no.
No quiero apresarlo.
Quiero que llegue el momento exacto, cuando sus ojos me digan que está lista para recibir algo así.
Esa noche, mientras la espero en el sofá, reviso sin querer la cajita donde guardo algunos papeles antiguos, tickets, y una servilleta con su letra.
La había dejado en la mesa del café donde nos conocimos.
Solo decía: “Perdón por ser un desastre con piernas”.
Sonrío.
Y ahí me doy cuenta de que no necesito más señales.
Ella fue mi caos, y terminó convirtiéndose en mi calma.
Más tarde
Audrey llega tarde, agotada.
Tiene el cabello suelto, la mirada rendida, pero aun así me sonríe.
Se quita los zapatos, se sienta a mi lado y apoya la cabeza en mi hombro.
—Tuve un día horrible —susurra.
—Ya no —le digo.
—¿No? —pregunta, sin abrir los ojos.
—No, porque ahora estás conmigo.
Ella sonríe, débil pero sincera.
Y yo sé, sin decirlo, que no hay nada más que quiera que esto.
Solo esto: verla volver a casa, cansada pero tranquila, sabiendo que la espero.
Cuando se queda dormida, me quedo mirándola un rato.
Tiene el ceño fruncido incluso en sueños.
Le acaricio el cabello, despacio.
Y pienso, con un nudo en la garganta:
“Quiero pasar mi vida deshaciendo las tristezas que el mundo le dejó.”
No sé cuándo, ni cómo.
Pero sé que un día de estos, me armaré de valor…
y lo haré.