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La guerra estaba lejos de terminar. Estos licántropos no habían sido un reto particularmente difícil, pero no por eso menos peligrosos. Se transformaban sin advertencia, sin tiempo para reaccionar, convirtiéndose en bestias mucho más grandes que su tamaño habitual, representando una amenaza todavía mayor para mí y el resto de los guerreros.
Durante casi mil años, el pelotón de guerreros vampiros de élite había perseguido implacablemente a los hombres-bestia supervivientes. Nuestras armas habían cambiado con el tiempo, evolucionando junto a las bestias que cazábamos. Pero las tácticas seguían siendo las mismas: rastrear, seguir el olor del miedo y cazarlos, uno a uno. Y casi siempre, esa táctica daba sus frutos.
Si los informes eran ciertos, los licántropos estaban desorganizados, dispersos y sin un líder que los guiara. Después de todo, el suyo había sido derrotado finalmente. Rex, un anciano licántropo cuya fuerza rivalizaba con la de los vampiros más antiguos, había sido su columna vertebral. Era más que fuerte; era astuto, lo suficiente como para organizar casi perfectamente a su jauría de perros rabiosos. Pero, aunque sus tácticas eran brutales, nunca estuvieron cerca de derrocar a un solo aquelarre.
Las leyendas, aquellas que apenas se susurran, dicen que Rex y su grupo destruyeron al menos una cuarta parte de los aquelarres del Este. Una mentira más, sin duda. Las bestias que enfrentamos no eran, ni son, capaces de tal cosa. No son inteligentes, no son estratégicos. Son perros salvajes, incapaces de razonar, empujados solo por su sed de sangre y su odio irracional. Al final, fue Seamus nuestro antiguo jefe de combate, quien lo derrotó. O al menos, eso es lo que cuentan los ancianos. Se dice que trajo el corazón de Rex en una caja de cristal como prueba de su victoria. Un relato tan fantasioso como ridículo, si me preguntas. Pero no tengo el lujo de cuestionarlo. Nadie lo tiene. Cuestionar la historia es considerado herejía, castigado con la muerte.
Tras generaciones incontables de combate brutal, parecía que por fin habíamos reducido a estas odiosas bestias a una especie en peligro de extinción. Sin embargo, ese pensamiento me llenaba de sentimientos contradictorios. Por un lado, anhelaba terminar de exterminar a los licántropos de una vez por todas. Después de todo, había pasado cada uno de mis años de vida cazándolos, persiguiéndolos sin descanso. El mundo sería un lugar mejor cuando los huesos del último hombre-bestia se blanquearan al sol.
Pero por otro lado, una pregunta envenenaba mi mente. ¿Qué sería de mí cuando la guerra terminara? ¿Qué me quedaría cuando no hubiera más licántropos que matar? Mi vida, si es que se puede llamar vida, no tenía sentido fuera de esa cacería. No era más que una asesina de perros rabiosos. Y cuando esos perros desaparecieran… yo también lo haría.
La lluvia gélida resbalaba por mi rostro mientras el viento helado me rodeaba, creando charcos mugrientos sobre los tejados empapados. El aire de la noche, cargado de ozono, traía consigo el presagio de una tormenta inminente. Podía oler la electricidad en el aire, sentir el rugido lejano de los truenos acercándose.
Por un momento, imágenes de tiempos pasados desfilaron ante mis ojos.
Niñas de apenas seis y siete años, encerradas en habitaciones contiguas, unidas por el destino pero separadas por paredes de frío y desolación. Cada mañana, nos sacaban de esas celdas. Nos bañaban, nos arreglaban, nos maquillaban para hacernos ver "mayores", para hacernos parecer algo que no éramos: maduras, listas. Pero en realidad, éramos solo niñas.
Cada noche, sin falta, se llevaban a una de nosotras. El ciclo era interminable, un martirio que no conocía tregua. Cuando regresaban, no eran las mismas. Temblaban, lloraban sin parar, sus cuerpos sacudidos por sollozos silenciosos, aterrorizadas incluso por el susurro más suave que venía del exterior. Veía cómo sus espíritus se quebraban poco a poco, cómo el miedo las consumía hasta dejarlas vacías.
Finalmente, llegó mi turno. Yo no fui la excepción. Por supuesto que no lo fui. Apenas tenía siete años cuando mi vida, o lo que quedaba de ella, empezó a desmoronarse. Cada día era un nuevo martirio, cada rostro que veía estaba marcado por la misma expresión: frío, distante, muerto por dentro. La resignación era la única emoción que quedaba en esas miradas vacías.
Las lágrimas ya no salían de mis ojos. No tenía más. Me había quedado seca por dentro, incapaz de sentir algo que no fuera un vacío abrumador. Las chicas más grandes me decían que si pensaba en otra cosa, si recreaba en mi mente algún recuerdo, si me imaginaba en mi lugar favorito en el mundo, el dolor no sería tan intenso. Me decían que el dolor era solo mental. Que si mantenía mi mente ocupada en esos pensamientos, no habría espacio para sentir lo que ocurría en el presente.
Pero eso era mentira. El presente estaba siempre ahí, golpeándome con su cruel realidad. Las paredes estaban cubiertas, literalmente, de sangre. Sangre fresca, coagulada, seca, pegajosa. Los cuerpos mutilados de las que ya no volvían, miembros que alguna vez fueron parte de niñas con sueños y esperanzas, quedaban esparcidos por el suelo como restos de una tormenta de horror. La muerte era constante, una compañera ineludible.
Pero había algo que despreciaba más que a las bestias irracionales que cazaba. Algo que me llenaba de un odio mucho más profundo. Eran los humanos. Esos seres patéticos y asquerosos. Repulsivos, dañinos, crueles, enfermos. Los humanos eran la especie más débil, la más despreciable, y aún así, se creían superiores. No merecían nada más que la extinción.
El exterminio de humanos era algo que realizaba con más regularidad de lo que debía. No teníamos permiso para cazarlos abiertamente; si las masas humanas se percataban, se revolverían. Pero nada me causaba más satisfacción que sentir la sangre caliente de un humano deslizándose entre mis dedos, desangrarlos lentamente, disfrutar del sufrimiento que ellos mismos me habían enseñado.