Los aliados se retiraron rumbo a los bosques limítrofes. Buscarían refugio y esperarían al día siguiente… corrían riesgo de perder ante tantos enemigos, y no les quedó otra más que aceptar la tregua.
Cuando encontraron sitio, corroboraron que ningún animal los sorprendiera. Un inmenso techo de roca se posaba bajo el manto de los árboles, sirviendo de protección ante la tormenta.
No era cómodo, pero se agradecía en tiempos de diluvio.
El duque iba y venía, nervioso, con un mal presentimiento en el pecho.
—Katerina trama algo —dijo Milosh.
—Eso seguro —respondió Blazh, sentándose a su lado—. Temo por nosotros, esa mujer es perversa.
Milosh se recostó en el suelo. Estaba empapado, malhumorado y sin una pizca de gracia en su rostro.
—Necesito a Edith en estos momentos —suspiró—, ella organiza los ataques mejor que nadie… es astuta, Katerina habría de estar muerta en este preciso instante.
Blazh le siguió el juego, y también se recostó. Sintió la molestia de las rocas, pero no le importaba mucho.
—No soy Edith —exclamó él—, pero si buscas consuelo, has de tener un pelirrojo con buen oído para escucharte. —Sonrió—. Milosh, no todo en este mundo ha de ser estructurado, debemos alejarnos de los planes una vez cada tanto…
—Y vivir la vida tal cual nos la pinte el destino. —Se llevó las manos a la cara—. Lo sé, lo sé, pero va más allá de eso. En estas situaciones límite, lo menos que podemos hacer es improvisar. ¿Y si algo sale mal? ¿Y si algo hubiera de quitarnos lo más preciado que tenemos?
El pelirrojo permaneció en silencio durante unos minutos. Milosh tenía razón, aquel momento no merecía de improvisaciones absurdas. Sus vidas pendían de una soga, tan frágil como el mismo tiempo, y si actuaban mal, pagarían las consecuencias.
Pero deberían esperar un día hasta que la tregua se rompiera. Allí aguardaron, sin saber que, a varios metros de ellos, una condesa luchaba por sobrevivir.
—¡Guardias, desalojen el condado de inmediato, no quiero a nadie rondando mis pasillos! —gritaba Katerina, aún en su delirio.
Su mirada se volvió frenética, y sus brazos temblaban cual becerro acorralado.
Cada guardia obedeció, dejando completamente sola a Katerina. El castillo se volvió más sombrío que de costumbre: la lluvia, los relámpagos y el frío no ayudaban a contrarrestar la sensación.
«¡Piensa, maldita, piensa!» Se decía a sí misma, mientras entraba a los baños del condado.
Pudo sentir un escalofrío recorriéndole el cuerpo.
No estaba sola.
Katerina analizó su situación. Si le temía a algo, era a la muerte. Por eso mismo, se tomó el tiempo de relajarse para pensar a la perfección su jugada maestra.
Preparó un baño de rosas blancas, con agua tibia, para purificarla. Además, sirvió en un cáliz el vino más caro en Deimos, y mientras se desnudaba, abrió las cortinas de un ventanal.
El apocalipsis era hermoso.
Introdujo un pie, y a los segundos se sumergió por completo.
Mantuvo la respiración hasta que se le fue imposible contenerla. Salió del agua, y vio a dos sujetos más oscuros que la noche parados frente a ella.
—Hola, monstruos —dijo sin inmutarse. Llevó sus labios al vino y sintió la frescura de este.
—Katerina…. Katerina… —susurraban las sombras. Poco a poco, divagaron por la sala hasta llegar a sus espaldas.
—¿Qué haré esta vez? —les preguntó—. La paciencia se me agota, estoy desesperada.
Los entes la rodearon, y llevaron sus manos al cuerpo de Katerina. Empezaron por su rostro, acariciándola con suavidad, y fueron bajando poco a poco hasta llegar a sus hombros…
El contacto se intensificó, hasta que llegaron a sus pechos. Katerina no decía nada, como si estuviera acostumbrada a ello. Bebía vino mientras miraba los rayos caer y, asimismo, era besada en el cuello.
El cuello.
De un momento a otro, las siluetas dirigieron sus oscuras manos a la condesa. Empezaron a disolverse en el aire, formando una especie de lazo que la asfixiaba.
—Entiendo… entiendo. —Pudo verse frente a un espejo, completamente sola. Algo ahí no cuadraba, hasta que lo conectó todo—. Obtinuit, eam daemones.
Katerina salió de su trance, y se vio con un baño completamente oscuro. Con prisas, salió de la tina y se vistió, para acto seguido dirigirse a los calabozos.
Los gritos de agonía, tanto femeninos como masculinos, retumbaban por todos lados.
El lugar era precario como la mayoría del castillo. Agrietado, con humedad, como si hubiese permanecido allí durante siglos. La condesa recorrió cada celda, tocando los barrotes y sintiendo su oxido corromperla.
Prisioneros. Casi todos parecían bestias, a excepción de algunos a los que su locura los inmovilizaba.
Risas, llantos, quejidos, todo tipo de sonidos… pero Katerina estaba acostumbrada y tan solo se dedicaba a caminar.
Editado: 20.07.2022