El reloj que cuelga de la pared da tres campanadas agrietando la calma de la noche con su estruendo sólo para anunciar la hora. Escucho cómo las ramas secas de un árbol en el jardín rasguñan el vidrio al compás del viento. Mi agitado aliento delata mi pánico e intentar tragar saliva de mi boca seca equivale a un insufrible lastre. Es así, entre las sinfonías de las tormentas y los ecos de mis pesadillas, que el insomnio se manifiesta y desata el suplicio de mi rutina nocturna.
Una presencia umbría ha entrado en mi casa, lo sé, pues escucho una voz exhalando suspiros que, de tanto en tanto, dejan escapar ligeros y agudos lamentos que erizan los vellos en mis brazos y llevan los latidos de mi corazón al borde del infarto. La temperatura desciende poco a poco, a tal punto que siento como si la sangre que recorre mis venas se congelara segundo a segundo y cada vez me es más difícil respirar.
Pasos arrítmicos se acercan lentamente a mi habitación. Afiladas uñas, quizás garras, rasguñan la caoba de la puerta y escucho la perilla girando con torpeza. La puerta se abre liberando una brisa con aroma a petricor que me mantiene inmóvil y me sepulta en la cama a merced de la incertidumbre.
El frío se intensifica, es insoportable, me asfixia aun cuando ya me resultaba casi imposible respirar. Siento como si mi cabeza estuviese sumergida bajo el agua, mis oídos son incapaces de escuchar sonido alguno a excepción del ruido que provoca mi garganta al intentar tomar una pequeña bocanada de aire; y ese ruido es opacado por murmullos en idiomas incomprensibles, jadeos propios de bestias e inquietantes sollozos que taladran mis oídos desde cada rincón.
Ahogado en una atmosfera infernal, y con mi mente entregándose a los brazos de la locura, intento liberarme de esta tortura sin éxito. Ni uno sólo de mis músculos responde por más que lo intento, y mientras las gotas de sudor acarician mi rostro, manos delgadas, frías y secas recorren cada poro de mi piel desde los pies; con cada rose de esas manos, una parte de mi alma es devorada por los abismos del averno.
Un agudo escalofrío acaricia mi espalda, mis oraciones y esperanzas se ahogan en un abismo que se burla de mi infortunio. ¡Los maldigo, horrores del crepúsculo! ¡Los maldigo porque lo han logrado! ¡Me han hecho sucumbir ante el miedo!
Estoy a punto de no poder respirar y las voces, rugidos y estruendos aumentan su volumen hasta instancias insoportables. ¡Es demasiado ruido! ¿Por qué nadie se apiada de mí? ¿Acaso ninguno de mis vecinos puede escuchar este pandemonio, o será que el sonido es tan aterrador que prefieren abandonarme a mi suerte?
Por increíble que parezca, ahora puedo sentir una decena de manos tomándome de piernas y brazos, levantándome lentamente sobre mi cama, como si quisieran llevarme a otro lugar a continuar con este tormento tanto como les plazca. Puedo sentir las fauces de criaturas improbables respirando en cada uno de mis oídos, siento ese calor incómodo, esas cavidades húmedas y hediondas acercándose; el estrés que me provoca el no saber en qué momento lazarán su mordisco letal es suficiente para arrastrar a cualquiera a la demencia total.
Ahora mis lágrimas se confunden con el sudor que también corre sobre mis mejillas. Intento dar un último suspiro sentenciando mi propio destino. A sabiendas de que la escapatoria es una dolorosa ilusión, las voces susurran frases dantescas que imagino grabadas en mi epitafio: abandona toda esperanza, abandona toda esperanza, abandona toda esperanza…
El ruido aquí se vuelve ensordecedor y aumenta hasta encarnar aterradores gritos y carcajadas que sólo imaginaba posibles en pesadillas. Con el corazón resignado y con el alma a los pies de la desesperanza, acepto mi camino con tanta valor como puedo… y al final… un descarado y cruel desenlace.
Todo desemboca abruptamente con mi cuerpo regresando de golpe a la cama, sumergiéndome una vez más en el silencio… silencio inquietante, silencio anormal, silencio que se rompe con el violento azote de la puerta.
Me estremezco bajo las sábanas entregándome al pánico, capaz, al fin, de poder respirar otra vez, pero incapaz de seguir conteniendo el llanto. Cada noche es lo mismo, cada vez es peor, y ante las nulas soluciones para mi inverosímil martirio, inhalo desesperanza y exhalo angustia.
Cuatro campanadas del reloj ¡Apenas y ha pasado una maldita hora! Sesenta minutos que sentí perdidos en el rincón más escondido del inframundo, en el punto más alejado de Dios. Cinco campanadas, me quedo despierto pensando si algún día podré descifrar si todo esto es real o sólo una jugarreta de mi desgastada mente, siempre y cuando tenga la fuerza necesaria para soportar una noche más de esto… no sé cuánto tiempo más podré resistir.
Seis campanadas. Cualquiera en mi posición se reconfortaría a sabiendas de que el sol está por asomarse, pero hace mucho tiempo acepté mi verdad con amargura: el amanecer que ha de ahuyentar los horrores nocturnos jamás vendrá, porque cuando tienes ceguera, sabes que la penumbra es infinita.
Editado: 12.10.2020