Leonardo no pudo resistir más. Esa voz apagada de Camila lo había dejado inquieto, como un eco que no se borraba. Así que decidió actuar.
—Tío Óscar, necesito que me consigas la dirección de Camila —le pidió con firmeza.
Óscar, con su estilo de siempre, levantó una ceja y sonrió.
—¿Eso es todo? ¡Eso está hecho, sobrino! Yo tengo más contactos que bodeguero en diciembre.
En menos de un santiamén, Óscar ya tenía la dirección anotada en un papel. Leonardo lo tomó, agradecido, y salió decidido.
Antes de ir, pasó por una floristería elegante y compró un ramo de flores frescas, de esos que parecían sacados de una revista. No era un gesto calculado, era necesidad. Necesidad de verla, de hablarle, de comprobar que estaba bien.
Mientras tanto, Camila había decidido que la mejor medicina para su mal trago era un helado de chocolate. Caminó hasta el Farmatodo más cercano, con su disfraz improvisado: peluca rubia, lentes oscuros y un suéter ancho. No quería que nadie la reconociera. Solo quería un momento de paz, un respiro dulce en medio del caos.
Con el pote de helado en la mano, salió distraída, pensando en cómo su vida se había convertido en un espectáculo una vez más. Y a la vez deseando que todo eso fuera un sueño..
En ese mismo instante, el carro de Leonardo se estacionaba frente a la casa de Camila. Él bajó con el ramo de flores en la mano, dispuesto a tocar la puerta. Pero al girar, se encontró de frente con ella.
El choque fue literal: ambos se toparon en la acera. El helado casi se le cae a Camila, y el ramo se tambaleó en las manos de Leonardo.
Camila quedó paralizada. Sus ojos, detrás de los lentes oscuros, se abrieron con sorpresa. El corazón le dio un salto.
Leonardo, igual de sorprendido, la miró fijamente.
—¿Eres tú? —preguntó, aunque la respuesta era obvia.
El disfraz no engañaba. Aunque llevara peluca rubia y lentes oscuros, él la reconoció al instante. Había algo en su manera de moverse, en su presencia, que no podía confundirse.
Camila tragó saliva, sin saber qué decir. El helado en su mano parecía ridículo frente al ramo de flores que él sostenía.
—Leonardo… —susurró, con voz temblorosa.
Él la miró, serio pero con una chispa en los ojos.
—Sabía que necesitaba verte. Y aquí estás.
El silencio se hizo pesado, cargado de tensión. El ramo y el helado eran símbolos opuestos: él llegaba con flores, ella con chocolate. Dos mundos que chocaban, literalmente, en la acera de Barquisimeto.
Camila no sabía si reír, llorar o salir corriendo. Pero lo único que pudo hacer fue quedarse quieta, paralizada, mientras Leonardo la reconocía incluso disfrazada.
Camila se había quedado paralizada unos segundos después de escuchar lo último que Leonardo le había dicho en la acera. No sabía cómo responder, así que simplemente levantó la mano y señaló hacia la puerta.
—Entra —murmuró, con voz baja.
Leonardo la siguió en silencio, con el ramo de flores aún en la mano. El ambiente dentro de la casa era sencillo, cálido, muy distinto al lujo del hotel. Camila, nerviosa, se giró hacia él.
—¿Quieres té o café? —preguntó, intentando sonar casual.
—Café —respondió él, sin dudar.
—¿Negro o con leche?
Leonardo la miró con calma, como si esa pregunta tuviera más peso del que parecía.
—Con leche, si no es mucha molestia.
Camila asintió, se quitó la peluca rubia y los lentes oscuros, dejando ver su rostro sin disfraces. Se recogió el cabello con un gesto rápido y se puso manos a la obra. El helado de chocolate lo guardó en el congelador para otra ocasión. Preparó dos tazas de café con leche, el aroma llenando la cocina, y luego las llevó a la mesa.
Se sentó frente a él. El silencio era incómodo, pero intenso. Ambos se miraban, sabiendo que había mucho por decir.
Pero Leonardo fue el primero en romperlo.
—¿Por qué usas peluca?
Camila bajó la mirada hacia su taza, pensativa. Luego levantó los ojos y habló con sinceridad.
—Porque mi vida antes era tranquila. Nadie sabía de mi existencia y yo era feliz con eso. Feliz con mi Piolín, con mis diseños, con mis citas fallidas. Porque al final, el amor no es algo para mí —sonrió con tristeza—. Pero todo este mundo digital… ahora me pesa. No quiero eso, ya no. Siento que no puedo ser libre. La gente me ha encasillado en un molde donde no puedo moverme.
Leonardo la escuchó en silencio. No la interrumpió. Su mente, sin querer, recordó a Valery. Aunque no tenía la seguridad de que fueran la misma persona, algo en su manera de expresarse le decía que sí.
Camila bebió un sorbo de café y lo miró con ironía.
—Si estás aquí para asegurarte de que mi próxima cita se haga, no temas. Yo di mi palabra y voy a cumplir.
Leonardo dejó el ramo de flores sobre la mesa, frente a ella.
—No vine por eso. Las flores son para ti.
Camila lo miró sorprendida, sin saber qué decir.
Leonardo respiró hondo y continuó.
—Me disculpo. En un principio te juzgué mal. Pensé que eras solo una influencer que se burlaba del amor para ganar seguidores. Pero ahora… ahora puedo ver lo hermosa que eres. No solo por cómo luces, sino por cómo hablas. Esa manera de decir las cosas, esa autenticidad, es única. No temas mostrarla.
Camila se quedó en silencio, con el corazón latiendo fuerte. No estaba acostumbrada a que alguien la mirara así, sin filtros, sin sarcasmo.
—Yo no soy hermosa Leonardo —respondió al fin, con su tono ácido—. Soy complicada, sarcástica y un desastre amoroso que nadie quiere.
Leonardo sonrió suavemente.
—Y eso es lo que te hace hermosa.
Camila bajó la mirada, nerviosa. El café se había enfriado un poco, pero la conversación estaba más caliente que nunca.
Por primera vez, la anti-romántica no tenía una frase lista para defenderse.
El ambiente estaba más caliente que el mismo café entre sus manos. Camila tomó el ramo de flores con un gesto lento, casi inseguro, y lo colocó en un florero de vidrio sobre la mesa mientras decidió ignorar lo dicho por él. El contraste era evidente: las flores frescas iluminaban la sala, mientras la conversación se volvía cada vez más intensa.
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Editado: 25.11.2025