El día de la boda llegó. Barquisimeto amaneció con un cielo despejado, como si la ciudad misma quisiera ser testigo de aquel momento. La brisa suave recorría las calles y los tambores del tamunangue parecían sonar a lo lejos, como un eco cultural que acompañaba la alegría.
Camila lucía un bellísimo vestido blanco, sencillo pero elegante, con detalles que resaltaban su figura y un velo que caía con delicadeza sobre sus hombros. Sus zapatos, discretos, tenían un toque amarillo que hacía juego con la decoración del lugar. El salón estaba adornado con tonos amarillo y plateado, y los girasoles eran protagonistas: en cada mesa, en cada rincón, en cada mirada que se posaba sobre ellos.
La ceremonia fue íntima. Solo familiares y amigos cercanos estaban presentes. No había cámaras de prensa ni flashes indiscretos, solo la calidez de quienes habían acompañado a la pareja en su camino.
Cuando llegó el momento de los votos, Camila y Leonardo se miraron con una intensidad que hizo que todos guardaran silencio. No hubo sarcasmo, no hubo ironía. Solo amor verdadero, palpable, latente delante de todos.
Camila habló primero, con voz firme pero emocionada:
—Leonardo, contigo aprendí que el amor no es un enemigo, ni una trampa, ni un juego. Es un refugio. Es la certeza de que alguien te sostiene cuando el mundo parece caerse. Hoy prometo caminar contigo, reír contigo, llorar contigo, y nunca soltar tu mano.
Leonardo, con lágrimas en los ojos, respondió:
—Camila, tú eres mi sorpresa más grande. Llegaste cuando menos lo esperaba y me enseñaste que la vida no se planifica, se vive. Prometo cuidarte, respetarte y amarte en cada día que venga, porque contigo todo tiene sentido.
Los aplausos llenaron el salón. Era como si cada palabra hubiera tocado el corazón de los presentes.
Después de la ceremonia, la celebración se trasladó a una linda finca en las afueras de Barquisimeto. El lugar estaba rodeado de árboles, con un aire fresco que contrastaba con el calor de la ciudad. Las mesas estaban decoradas con girasoles y manteles plateados, y las luces colgantes daban un ambiente mágico al caer la noche.
La música fue variada: desde gaitas y tambores hasta baladas románticas. Los invitados bailaron, rieron y compartieron anécdotas. Óscar, con su humor de siempre, se encargó de animar la fiesta, mientras Sofía y Tomás disfrutaban juntos, celebrando también su propia historia.
Camila y Leonardo bailaron su primer vals como esposos. No fue un baile perfecto, pero sí lleno de sonrisas y miradas cómplices. Cada paso era una declaración silenciosa de que estaban listos para todo lo que viniera.
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Al terminar la celebración, la pareja emprendió su luna de miel. No sería un viaje común, sino un tour por el mundo. Querían conocer culturas, paisajes y sabores distintos, vivir experiencias que quedaran grabadas en su memoria como el inicio de su nueva vida juntos.
Primero visitaron París, donde caminaron por la orilla del Sena y se tomaron fotos frente a la Torre Eiffel. Luego viajaron a Roma, donde probaron pasta casera y lanzaron una moneda en la Fontana di Trevi. En Tokio se maravillaron con la mezcla de tradición y modernidad, y en Nueva York caminaron por Central Park tomados de la mano.
Cada destino era una aventura, cada ciudad un capítulo nuevo. Y en cada lugar, Camila y Leonardo reafirmaban lo que habían prometido en sus votos: estar juntos, sin importar dónde.
Camila, la chica que empezó como la reina del anti amor, terminó abrazando el amor más verdadero.
Seis años después
El tiempo había pasado rápido, como suele hacerlo cuando la vida se llena de momentos felices. Seis años después de aquella boda en Barquisimeto, Camila y Leonardo estaban viviendo una etapa distinta, más tranquila, pero igual de emocionante.
En la sala de su casa, decorada con girasoles que nunca faltaban, se escuchaban risas. Su pequeña hija de cuatro años, de ojos brillantes y sonrisa traviesa, estaba jugando con ellos a un juego creativo que ella misma había inventado. La carrera de los cuentos.
El juego consistía en que cada uno debía inventar un pedacito de historia y dibujarla en hojas de colores. Al final, la niña decidía quién había contado la parte más divertida. Esa tarde, ella levantó los brazos emocionada, gritando:
—¡Yo gané, yo gané!
Camila y Leonardo aplaudieron, fingiendo sorpresa, aunque sabían que siempre dejaban que ella se sintiera la campeona. La niña saltaba alrededor de la sala, orgullosa de su victoria, mientras Piolín —el peluche que seguía siendo parte de la familia— estaba sentado en una esquina, como testigo silencioso de la felicidad.
Camila miraba a su hija con ternura. Recordaba cómo, años atrás, había dudado del amor, cómo había construido un personaje de anti-romántica que se burlaba de Cupido. Y ahora, ahí estaba, con una familia que era la prueba más clara de que el amor no solo había llegado, sino que se había quedado.
Leonardo, sentado a su lado, la observaba con esa calma que siempre lo caracterizaba. En medio de las risas, se inclinó hacia ella y colocó una mano sobre su vientre. Camila lo miró, sorprendida, pero con una sonrisa que lo decía todo.
Era un gesto silencioso, pero cargado de significado. La promesa de un nuevo comienzo, de un segundo hijo que estaba en camino.
La niña, curiosa, se acercó y preguntó con inocencia:
—¿Qué hacen ustedes dos?
Camila la abrazó, riendo.
—Estamos felices mi amor.
Leonardo añadió, con picardía:
—Que te parece que la vida traiga a un nuevo jugador para tus carreras de cuentos.
La pequeña abrió los ojos con emoción.
—¿Un hermanito?
Camila asintió, acariciando su cabello.
—Sí, mi amor. Muy pronto tendrás con quién compartir tus juegos, a parte de nosotros.
La tarde siguió entre risas, dibujos y cuentos inventados. La niña insistía en que su hermanito debía ser parte de sus historias, aunque aún no había nacido. Dibujó un círculo y dijo que era el bebé que venía en camino, y lo puso junto a Piolín en la mesa.
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Editado: 28.11.2025