Inmortia: La Legión de Acero (serie Voces de Deonnah)

1. La frontera

Millas y más millas de nieve que azotaban su ánimo sin piedad. El blanco había conquistado cada rincón de aquel bosque gélido y sobre su cabeza, el gris de un cielo de acero amenazaba con más.

Seigon suspiró, hastiado y la nubecilla de vaho le envolvió el rostro. Movió los dedos en torno a la empuñadura de la daga que mantenía sujeta y trató de desentumecerlos. El frío no concedía tregua alguna ni siquiera en las más cálidas estaciones de Lungeon, si es que algún período allí podía considerarse cálido.

La nívea alfombra solía servir para facilitar el hallazgo de cualquier rastro, pero en aquella extenuante jornada no había hecho sino todo lo contrario: cubrir, borrar, eliminar. Ni siquiera para él, un soldado entrenado y experimentado bajo las más duras condiciones invernales, aquello estaba resultando fácil.

Barrió el bosque con la mirada y atisbó lo que llevaba toda la mañana viendo: árboles desnudos de retorcidas ramas, montañas difuminadas por la neblina creciente y nada. De lo que buscaban no habían encontrado absolutamente nada. Se tragó un sinfín de maldiciones y trató de no morderse la lengua por miedo a envenenarse con aquel nombre que le quemaba. Prefirió escupir.

Fyorn se acercó con la espada echada sobre el hombro, como si fuese un leñador con su hacha, pero su llegada no atrajo la atención de Seigon, inmerso en sus propios pensamientos.

—No hay rastro alguno —se lamentó Fyorn—. Esa zorra se ha esfumado.

—No puede haberse esfumado —respondió Seigon, incorporándose—. Pero ha debido de nevar durante toda la noche; la capa es muy gruesa. Las huellas habrían desaparecido.

—Las huellas sí, pero la sangre, no. Las bestias de este lugar no dejan títere con cabeza ni órgano dentro del cuerpo. Las cacerías duran toda la noche y ella no podía convocar magia; por más que hubiera nevado, deberíamos encontrar las entrañas de esa perra por ahí.

—Hay que volver —sugirió Seigon tras un largo silencio—. Esto es demencial.

Fyorn negó, mientras sonreía.

—El viejo nos matará si volvemos con las manos vacías.

—Te mataría si se enterase del modo en que te refieres a él. Es el Albor.

Volvió a escupir, aunque esta vez lo hizo en su imaginación por no hacer evidente su sentir.

—A decir verdad, no lo es —replicó Fyorn—. Lungeon está sin Albor desde la muerte de Sarkan. Nadie nos gobierna desde entonces.

—Eso díselo a él. Tienes mucho que aprender si crees que no hay algo deliberado en el hecho de que el trono no tenga un culo sentado sobre él a pesar de que Sarkan tuviera un hijo. Un hijo que de pronto parece mudo, sordo, ciego...

—Idiota... —añadió Fyorn.

—O muy listo.

El joven le dedicó una larga mirada. Ciertamente, nadie osaba cuestionar una orden de Íveron, el más veterano comandante de la legión, convertido en Albor o rey de un tiempo hasta entonces. Nadie osaba cuestionar ni una mísera palabra que saliera de sus labios.

—Vamos, Fyorn. Llevamos todo el día buscando en este lugar maldito y no hay rastro de esa bruja. Lo más probable es que se haya internado en Achas. ¿Por qué iba a ser tan estúpida como para quedarse en estas tierras? Sabe perfectamente que aquí, la cabeza de las brujas tiene precio, mientras que en las tierras oscuras todo vale.

—Pero ha llegado hasta el Bastión. Algo quería y hay que hacerle pagar su afrenta. Es una osadía.

Seigon caminó hasta su caballo, que aguardaba unos pocos metros más allá, junto al del propio Fyorn.

—En ese caso, el Albor deberá confiar en que el bosque y sus criaturas se hayan encargado de ella. Y si no, seguiremos esperando. La guerra con ellas es solo cuestión de tiempo.

—No podemos irnos —insistió Fyorn.

Seigon sonrió.

—Tus ansias por agradarle son tan comprensibles como absurdas, muchacho.

—No trato de agradarle —respondió Fyorn, molesto—. Solo quiero cumplir con aquello para lo que hemos sido entrenados: obediencia ciega, actuar sin cuestionar. La inmortalidad del alma a través de nuestros actos, ¿te acuerdas?

Seigon hizo más amplia su sonrisa.

—¿Qué te hace pensar que lo he olvidado?

—¿Que eres demasiado viejo?

El hombre espetó una carcajada, mientras espoleaba a su caballo.

—Recuerdo perfectamente los lemas de la Inmortia, Fyorn. Y me congratula saber que tú también. Ahora solo te falta tiempo y experiencia suficientes como para aplicarlos con inteligencia.

Fyorn volvió a negar con la cabeza mientras se acercaba a su caballo.

—Volver sin cumplir una orden del... Alborno me parece muy inteligente.

Un grito agudo los alertó cuando Fyorn ni siquiera había llegado a montar sobre su corcel. Una espesa columna de humo se retorció al otro lado del pequeño claro en el que se habían detenido y pronto, llegó hasta allí un olor tan extraño como reconocible un hechizo o conjuro.




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