Fyorn efectuaba paseos nerviosos por la enorme estancia. Estaba más que acostumbrado al frío del Bastión, una enorme construcción de sólida roca que albergaba resguardo para todos los miembros de la Inmortia que vivían allí, así como para sus mujeres e hijos. Fuera de sus laberínticos muros de roca solo las sencillas casas de los aldeanos quedaban más allá de su cobijo.
Aquella mañana, sin embargo, el frío le calaba a Fyorn hasta lo más profundo del alma. Seigon había llegado con vida y los sanadores se habían hecho cargo de él, pero de eso hacía ya más de una hora y nadie había vuelto a informarle de su estado.
Se detuvo frente a uno de los pequeños ventanales que picoteaban la pared y observó un cielo plomizo y amenazante. La nieve pronto volvería a hacer acto de presencia. Suspiró, mientras se frotaba las manos y se cuadró cuando lo vio aparecer. El Albor, como todos lo llamaban, no tomaba ya parte activa en las batallas de la Inmortia, debido a su avanzada edad, pero al margen de eso, todo en él resultaba imponente aún. Él seguía siendo aquel que ordenaba y decidía, pues su liderazgo al frente de aquel batallón había sido el más glorioso que recordaban. Su opinión seguía valiendo su peso en oro. Tanto que ni siquiera el hijo del difunto rey Sarkan se había atrevido a reclamar un gobierno que Íveron ostentaba pese a no ocupar el trono.
El hombre avanzó despacio con el rostro tatuado en una expresión de serena ira. Sus cabellos plateados caracoleaban sobre sus hombros, y una espesa barba cana circundaba unos labios finos y apretados. Había perdido un ojo en su juventud y cojeaba ligeramente, pero su presencia prendía una inquietud en Fyorn de la que, estaba seguro, nunca lograría desprenderse. A su lado caminaba Einar, hijo legítimo del rey Sarkan y heredero al trono de Lungeon. Era algo mayor que Fyorn, de cabello claro y ojos grises. Ancho de hombros y una mirada tan fría que podría congelar los bloques de hielo que se creaban en el mar de Spéculos. Fyorn pensaba que aquel joven lo tenía todo para reclamar el trono, excepto la insensatez de desafiar a Íveron.
—¿Qué ha pasado? —preguntó este con voz grave y profunda.
—Buscábamos a la bruja, mi señor —respondió Fyorn, tratando de concederle una firmeza a su voz que distaba mucho de sentir. Aquel hombre lo había llevado hasta los más infernales castigos sufridos y aunque se detestase a sí mismo por comportarse como un crío asustado ante él, no podía evitarlo—. Parecía que se hubiera esfumado, pero de pronto apareció y la perseguimos. Se internó en Achas.
—¿Y vosotros?
—La seguí y cuando me di cuenta estaba en tierras oscuras. Pude haber reculado, apenas había cruzado la frontera, pero la tenía a mi alcance y... me adentré. Nos rodearon. Seigon llegó hasta allí y peleamos. Acabamos con todos.
El hombre se acercó unos pocos pasos más. Nada en su expresión dejaba patente si le estaba gustando lo que escuchaba o no.
—¿A cuántos mataste tú?
—Siete, mi señor.
El corazón iba a salírsele por la boca.
—¿Y Seigon?
Cuatro.
—Siete a cuatro...
El bofetón asestado fue tal que Fyorn creyó que alguna parte de su cuerpo debía haberse desprendido. Temblando y sangrando a partes iguales, se puso en pie de inmediato y volvió a cuadrarse.
—Llevamos meses preparando la guerra contra esas putas. Y tú lo precipitas todo por colgarte la medalla con una de ellas. O con siete. Conoces las órdenes sacras de sobra y aun así haces lo que te viene en gana. Son tres, no es tan difícil.
—No creo que fuesen...
—Repítelas.
El Albor volvió a golpearle cuando Fyorn guardó silencio y mientras apretaba los puños, conteniendo la ira, respondió:
—En territorio amigo, no se derrama sangre; en territorio enemigo, no hay esclavos. Honor y acero.
—¿Lo ves? No es tan difícil...
—Achas no es territorio amigo. Solo quería cumplir con lo que ordenasteis, mi señor. Quería hacerlo a toda costa.
El Albor se acercó más a él, tanto que la respiración del hombre rebotaba contra su rostro.
—Puede que tengas agallas para estar en la Inmortia, pero te falta mucha inteligencia, bastardo. No te quiero en la legión. No te quiero cerca de mí. Estás expulsado o muerto. Quiero que elijas porque esta noche habrá un Proditor, el Ritual de los Traidores.
—Albor... —murmuró Fyorn.
Percibió un movimiento impaciente por encima de su hombro y vio cómo Einar cambiaba el peso de su cuerpo sobre la otra pierna. ¿Cuánto debía escocerle al joven ver a todos referirse de aquel modo a aquel viejo soldado?
—Elige —le ordenó Íveron.
—¿Por cumplir con lo que ordenaste? —gritó Fyorn, furioso. El temor seguía aferrado a la boca de su estómago, pero la rabia era un sentimiento que solía acompañarlo, como un dudoso refuerzo; rabia hacia sí mismo y rabia hacia aquel viejo—. Si hubiera dejado de seguirla porque se introdujo en Achas, me recriminarías haber regresado con las manos vacías sin tan siquiera...