Inmortia: La Legión de Acero (serie Voces de Deonnah)

4. Falsa lealtad

Siempre le había gustado sentirse observado. Durante las pruebas de acceso a la Inmortia, sus combates llenaban el coliseo. Las gargantas rugían con él, a cada movimiento se alzaban vítores y gritos. También los abucheos de quien apoyaba a la espada rival, pero siempre le había agradado exhibir su insultante superioridad sobre el resto.

Aquella mañana, sin embargo, los ojos no eran sino miradas escrutadoras que susurraban juicios y escupían sentencias. Estaba sentado en el centro de la cámara de columnas. A su derecha, los comandantes de la Inmortia esperaban con el mismo semblante con el que debían hacerlo antes de una batalla, a la espera de que la carnicería se desencadenase. Algo más atrás, los capitanes, con Eghorn al frente, aguardaban también, impacientes. Y en el fondo de la sala, Einar, hijo del último rey que había conocido Lungeon, asistía al acto con indiferencia, como si todo aquello le aburriera. Juraría que el joven prestaba más atención a las formas que las danzantes llamas de las antorchas proyectaban en la pared que a lo que estaba sucediendo allí.

Fyron volvió la cabeza y observó cómo los sabios discutían con el Albor, un acalorado debate soterrado entre susurros que quedó sentenciado con el puñetazo del viejo sobre la mesa. Se dio la vuelta y Fyorn volvió a distinguir en sus ojos la gelidez de la nada, la ausencia de sentimientos y expresión alguna que solía caracterizarlo. Trató de consolarse pensando en que no era el único al que miraba de aquella forma, pero sabía que cada rasgo se desfiguraba más cuando delante estaba él. Y después se odiaba por la comparativa. ¿Qué le importaba cómo lo mirase?

Los pasos de Íveron se acercaron con lentitud, tratando de disimular aquella cojera nueva que le obligaba a arrastrar el pie derecho. No era extraño, pensó Fyorn. Dos enormes columnas le habían caído encima durante aquella repentina tormenta; lo sorprendente era que pudiera seguir moviéndose. Ni siquiera había accedido a que los sanadores le echasen un vistazo.

Se detuvo delante de Fyorn, que trató de encontrar una pista en los semblantes de los sabios, pero en ellos todo era neutro. Qué irónico. Recordaba que de pequeño siempre se había mofado de ellos. ¿De pequeño? Hasta hacía cuatro días se había mofado de ellos. Aquellos cuatro carcamales creían gozar de algún tipo de importancia o respeto por parte de los comandantes de la Inmortia y del propio Albor, pero lo cierto era que para unos y para otro, su palabra resultaba irrelevante. Su rol en Lungeon solo trataba de acallar aquellas voces que los acusaban de una belicosidad sangrienta, irracional, llegando incluso a tildarlos de bárbaros. Sangre por la simple sed de sangre. Ante el mundo, Íveron quería proyectar algo más: raciocinio, templanza, implacabilidad y frialdad. Una legión respetada y temida y no una Dríada. Todo eso quedaba representado, de algún modo, en las cabezas pensantes y desarmadas de los sabios. Siempre se había burlado de ellos. Pero ahora ahora buscaba en sus rostros algún atisbo de compasión. Qué bajo había caído.

—La Inmortia castiga con dureza cualquier ofensa que se vierta sobre ella —dijo Íveron, con voz de acero—. Pero también recompensa lealtades.

Fyorn no pudo negarse a sí mismo la satisfacción que generaba en su interior ver a Íveron reconocer aquello. Sabía que la sangre debía estar hirviéndole, y escociéndole a partes iguales, que hubiera dado cualquier cosa por ver cómo sacaban su cadáver del coliseo, envuelto en la vergüenza de la traición, pero el viejo no podía negar lo que él había hecho. Nada que ver con la gratitud, sino con la mera apariencia.

—Tendrás una nueva oportunidad para demostrar tu valía en la legión. —Su voz sonó más bajo, como si aquello le restase firmeza.

—Os lo agradezco, mi señor —respondió él con una calma que casi lo asombraba—. Y también al Consejo —añadió, rezando interiormente por que la sorna no hubiera sido evidente en su voz.

—Eghorn iba a partir mañana hacia Cryda, capitaneando a un escuadrón. Lo harás tú. Umdar —llamó el viejo.

El nombre rebotó en la roca como un eco invasor. El capitán se acercó con paso firme y se cuadró al llegar tras de él.

—Sí, mi general.

—Conduce a Fyorn ante su escuadrón y da las instrucciones. El alba pronto despuntará y entonces partirán.

Sin mas se retiró de allí, arrastrando a los comandantes y a los sabios tras de él, como una estela de mármol y plata.

A pesar de encontrarse aún frente a un superior, los hombros de Fyorn se vinieron abajo ante la benevolente mirada del Umdar. Él había sido quien lo había entrenado durante la última fase de su instrucción para acceder a la Inmortia, cuando ya había superado las más duras pruebas y aún le quedaban otras peores.

—Respiras aliviado... —observó este.

—Hace horas que debería estar muerto... y aquí estoy, ¿tú qué crees?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.