Inmortia: La Legión de Acero (serie Voces de Deonnah)

5. Ego contra ira

El sol enviaba tímidos destellos entre los gruesos nubarrones cuando Fyorn se dirigía hacia el Muro Negro, la parte posterior del Bastión. Desde allí partiría con su particular expedición, rumbo a Cryda.

Eghorn y Umdar lo habían acompañado hasta allí.

El muchacho se detuvo a poca distancia y observó cómo la chica y el hombre manco ayudaban al viejo a montar sobre un caballo, mientras Einar lo hacía sobre otro. Junto a ellos solo había dos monturas más.

—¿Pretenden que yo vaya andando? —preguntó con sorna.

Un soldado los rebasó entonces, tirando con ímpetu de las riendas de una vieja yegua famélica y escuchimizada que a duras penas se mantenía en pie. Sus costillas eran arañazos en un débil cuerpo, anuncios de una muerte no muy lejana.

Fyorn rio al tiempo que negaba con la cabeza, pero el bofetón de Umdar le arrancó la risotada y le hizo apretar los puños, conteniendo la rabia. Temple, se solicitó. Aquel era un ejercicio que en los últimos tiempos estaba poniendo en práctica más a menudo de lo que su aguante amenazaba soportar. Pero Umdar no solo era un superior, sino también el hombre que le había entrenado desde el primer día, aquel que había invertido horas y más horas en días eternos para que él aprendiera a camuflar debilidades y multiplicar fortalezas.

Eghorn ni siquiera se había inmutado, pese a que lo miraba con hielo en los ojos. Su hermano. Sangre de su sangre.

—Miras al frente —le dijo Umdar— y ves a cuatro personas dispuestas a que hoy sea la última vez que ves la luz del sol. ¿Qué cojones te hace tanta gracia?

—El caballo —respondió él, con desdén. Sabía que estaba tentando a Umdar a repetir el bofetón, si no era Egohrn quien se lo propinaba, pero el orgullo le pedía no mostrarse como un cordero asustado. Jamás—. Ni siquiera me dan mi caballo. Es humillante.

—¿Te parece humillante? —le preguntó su hermano. Aquella fue la primera vez que los ojos claros de Fyorn se apartaron de la escena que le quedaba enfrente. Miró a Eghorn, desconcertado—. El padre de ese apuesto joven que monta sobre el mejor caballo —prosiguió. Fyorn devolvió su mirada a Einar— fue asesinado delante de él, que ve como cada día el hombre cuya mano dirigía esa espada coloca el trasero sobre su trono. Pero, demonios, monta en el mejor caballo, ¿verdad, Fyorn? Y a ti te han dado una yegua vieja. ¿Qué cojones sabrá él de humillaciones?

—Hablas como si te pareciera injusta su situación —respondió él.

Los ojos grises de Eghorn se encontraron con los de Umdar en un silencio tan desconfiado como cómplice. Y al fin fue este último quien habló.

—Tú no tienes caballo. La Inmortia tiene caballos y cuando entras a formar parte de ella, ella te lo cede. Tú no tienes nada, salvo un símbolo en el pecho que te decreta como un traidor y un cobarde. Yo en tu lugar invertiría fuerza y esfuerzos en hacerme merecedor de que me lo arranquen.

—¿Con ellos? —Señaló con la barbilla a los cuatro jinetes que ya lo miraban, con fuego y hielo en los ojos.

—Con lo que sea.

 

***

Llevaba tanto tiempo sin vestir otra indumentaria que no fuera la de la Inmortia que los harapos que portaba se le hacían extraños; demasiado rígidos y acartonados, carentes de la menor posibilidad de efectuar movimientos cómodos. Por supuesto, la espada que le habían dado tampoco estaba afilada y tratando de solventar eso había invertido la primera parada en el camino tras abandonar el Bastión. Mientras lo hacía, miraba su escudo abollado.

Una yegua moribunda, una espada roma, las ropas ajadas de un mendigo, cuatro piltrafas humanas a modo de legión y un escudo abollado... Y no había de sentirse humillado. Suponía que era fácil decir eso desde el honorable uniforme de la Inmortia, pero en aquel momento, la afrenta no le generaba risa, sino más bien una ira ciega que estallaba contra un muro imaginario. Temple convirtiéndose en resignación. No les daría la satisfacción de verlo enfurecido, maldiciendo y despotricando. No convertiría su infortunio en un espectáculo.

A algunos metros, la chica y el viejo masticaban, sentados, unos frutos anaranjados que ella había recogido de unos arbustos cercanos y que pelaba de forma intimidatoria con una daga. Hasta ellos iban mejor provistos, pensó Fyorn.

Einar continuaba montado sobre su caballo y el hombre manco regresó de entre la espesura con una especie de recipiente hecho de pieles que chorreaba.

—Hay un río no demasiado lejos de aquí —anunció—. He traído un poco de agua.

Se la ofreció, en primer lugar, a Einar, que dio un sorbo sin decir nada. Después, se acercó hasta la muchacha y el viejo, que también tomaron un trago largo.

—¡Demonios! —exclamó el anciano—. ¡Está helada!

La chica sonrió.

—¿Y qué esperas en esta época? Debe de hacer pocas semanas desde que ha empezado el deshielo. Da gracias a poder beber en lugar de tener que ponerte a chupar un carámbano.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.