Muchos eran los que hablaban de las criaturas que moraban en Achas, de sus oscuros parajes, sus laberínticos bosques y sonidos de ultratumba. A aquellas alturas ya había tenido buena muestra de todo ello, pero Fyorn no entendía por qué su inacabable extensión no formaba parte de la leyenda negra de aquel lugar infernal.
Había perdido la cuenta de los días que estaban invirtiendo en atravesar su espesura y hacia adelante solo había más. Al menos, Fyorn había recorrido esa distancia montado sobre aquella desdichada yegua, que había amenazado con desplomarse un par de veces. Pero no lo había hecho, como tampoco lo había hecho Harald, que caminaba junto al animal con su brazo en cabestrillo.
No podía negarlo y había tenido que pelear, incluso, contra sí mismo en una silenciosa batalla interna, pero aquel viejo enclenque y debilucho despertaba en él una secreta admiración. Estaba herido y debía de tener hambre, sueño, sed. Apenas lograban cubrir las más mínimas y esenciales necesidades para un ser humano y sin embargo, el viejo no se había quejado lo más mínimo; no había cedido, no había exhibido la menor muestra de fallida resistencia.
Mientras, Gisli avanzaba guiando las riendas de la yegua con una calma tal que por momentos Fyorn había de recordarse que estaban en Achas y no en las campiñas de Lungeon en una tarde de primavera. Einar avanzaba a su lado con el arco colgado a sus espaldas, junto a la aljaba. Aún recordaba a aquel enorme lobo desplomándose y huyendo, arrastras y despavorido, ante el efecto de aquel ungüento con el que el heredero al trono de Lungeon había impregnado sus saetas.
Y cómo no, Isbreer. La tensión con ella era tal que cada mirada de aquella joven le abría una herida en el cuerpo, o más bien le reabría alguna de las que ya tenía, que no eran pocas. Y que dolían. En especial la de la pierna. Presentaba mucho mejor aspecto; no podía negarlo. Los cuidados de Einar y Gisli con aquel otro mejunje del que le había hablado el primero de ellos, habían obrado milagros en su maltrecha extremidad.
—Si mis cálculos no son erróneos, deberíamos abandonar Achas en un par de jornadas —observó Gisli—. ¿Qué te darán si llegas hasta Cryda y le das un escarmiento a la Dríada?
—No preguntes qué le darán a él —intervino la voz indolente de Isbreer—. Pregunta más bien, qué nos darán a nosotros.
Cuatro pares de ojos se clavaron en él, esperando una respuesta.
—A mí, espero, mi lugar de vuelta en la Inmortia. A vosotros, me trae sin cuidado.
—Pero se supone que no lo conseguirás sin nosotros, ¿no es así? —quiso saber Gisli.
Fyorn dibujó una sonrisa soberbia en sus labios y se apoyó sobre la horquilla de su montura.
—¿En serio crees que vosotros podéis marcar la diferencia entre...?
Guardó silencio y se irguió, provocando que aquellos que habían estado pendientes de él se volteasen para darse cuenta de que los estaban rodeando. Contó ocho figuras, entre hombres y mujeres. Y aun sin tener certeza de ello, supo que se trataba de brujos y brujas. Como aquellos a los que había dado muerte días atrás; como aquella cuya persecución le había costado el puesto, el honor y prácticamente la vida en la Inmortia.
—Yo no acabaría esa frase si quieres salir con vida de esta —murmuró Gisli.
Fyorn ni siquiera recordaba a qué frase se refería. El hombre se volvió y lo miró, sonriendo. Entre sus labios sostenía una ramita de algo y por momentos, Fyorn no podía dejar de preguntarse si a aquel tipo no se le habría ido la cabeza. Un viejo, una mujer, un príncipe destronado... ¿qué podía achacarle a Gisli, sino algún tipo de demencia, una locura que lo llevaba a actuar de formas extrañas y sin sentido alguno? Además de la falta de su mano, claro estaba. Una cosa era afrontar el miedo con serenidad y valor. Otra, con una mueca sonriente tatuada en los labios y una calma que casi invitaba a bajar la guardia.
—¿Qué quieren? —preguntó Isbreer.
Ninguno de ellos había desenvainado a pesar de que los recién llegados sí sostenían sus espadas en la mano, pero a Fyorn no le cabía duda alguna de que ella sería la primera en hacerlo, llegado el momento. Su mano, descansaba ya sobre la empuñadura que guardaba en su cinturón y a él, el gesto no le pasó inadvertido.
—Venganza... —murmuró.
Isbreer se volvió fugazmente y lo miró.
—¿Contra quién? ¿Contra ti?
—Contra la Inmortia —confirmó él.
—Qué raro... Entonces, que luchen contra ti.
—Podemos probar —respondió Gisli. Se deshizo de la ramita que llevaba entre los labios y la colocó sobre su oreja—. Oíd, si estáis cabreados por la muerte de alguno de los vuestros, la culpa es del chico. Matadlo a él.
Si algunos de aquellos hombres y mujeres no se hubieran movido, Gisli habría empezado a pensar que estaban rodeados de estatuas. Ninguno de ellos modificó un ápice su expresión, como si estuviesen tallados en mármol, pero sí su posición, adelantándose un pasito y lanzando una vívida advertencia.