Inmortia: La Legión de Acero (serie Voces de Deonnah)

8. El precio de la vida

La pierna había adquirido un ligero tono amarillento y estaba hinchada. Temblaba, pero su rostro estaba perlado en un sudor frío que anunciaba fiebre. Sentado sobre la hierba, sus ojos buscaron a Isbreer un par de veces. Según le había dicho Einar, ella era la propietaria de aquel mejunje que antes le había hecho olvidarse por completo de todos sus males, pero tenía muy claro que moriría antes que rebajarse a pedirle que le diera un poco más. Del príncipe tampoco había rastro y Fyorn lamentó su ausencia, pues era el único que había mostrado preocupación por él hasta entonces. ¿Dónde demonios se habría metido? Con Harald, seguramente, pues el viejo tampoco estaba allí.

Gisli masticaba algún tipo de fruto violáceo que había recogido de las copas de los árboles más bajos. Escupió con el rostro contraído en una mueca de asco, y volvió a meterse otro en la boca. Definitivamente aquel tipo se comería cualquier cosa que le cupiera entre los dientes sin necesidad de identificarlo, pensó, y casi podía calificarse de milagroso que, siendo así, continuara con vida. Pero a él aquel espectáculo empezaba a revolverle el estómago.

Se puso en pie con gran dificultad y cojeó hasta el río, cuyas aguas podían oírse al otro lado de la espesura. Al llegar allí topó con Harald, bañándose. El viejo estaba completamente desnudo y sus viejos pies se tambaleaban sumergidos bajo el cristalino líquido. Genial, pensó Fyorn, huía del lamentable espectáculo alimenticio de Gisli para presenciar la ducha matutina de Harald, cuyo esquelético cuerpo trataba de verse liberado de suciedad y sangre. Pese al malestar que aquello le generaba no podía negarse que le sorprendía la evidente mejoría del viejo, y todo gracias a aquel mejunje por el que él mataría en ese momento.

Dio media vuelta para desaparecer también de allí y encontrar un lugar en el que agonizar tranquilo, pero algo le hizo detenerse antes y voltearse.

—¿Qué tienes tatuado en el pecho? —quiso saber.

El viejo lo miró con indiferencia y se llevó la mano sobre el corazón.

—¿Esto? —preguntó—. Deberías conocerlo bien.

Fyorn se acercó de nuevo, cojeando y constató lo que ya había creído advertir: el emblema de la Inmortia latía bajo el trazo de los traidores, como le ocurría a él mismo.

—¿Tú perteneciste a la legión?

—Así es.

El anciano se agachó y ahuecó las palmas de sus manos recogiendo agua para dejarla caer sobre su cabeza, donde apenas se mantenían unas pocas hebras de pelo blanquecino.

—Y fuiste designado traidor... —observó Fyorn.

—De eso también sabes tú.

—Pero estás vivo —espetó el muchacho con desdén.

—¿Acaso eres tú un fantasma?

—¿Elegiste destierro en el Proditor? —preguntó Fyorn.

El viejo volvió a ponerse en pie.

—¿Lo elegiste tú?

—Creo que a estas alturas, todo el mundo sabe lo que pasó en El Bastión la noche de mi ritual.

—¿Y qué fue lo que pasó?

—Que salvé al Albor y me concedió una nueva oportunidad.

Harald espetó una carcajada.

—¿Esto te parece una oportunidad? ¿Para qué, para hacer el ridículo? Vamos, chico.

Gisli hincó las rodillas en las márgenes del río y vomitó en las cristalinas aguas, arrastrando la corriente los restos de su fallido manjar y llegando estos hacia el espacio en el que Harald se bañaba.

—¿Qué cojones estás haciendo? —se quejó el anciano, visiblemente molesto.

—Esa mierda sabe a rayos —respondió él, mientras se enjugaba la boca con el antebrazo—. Y ni siquiera creo que fuera comestible...

—¿Y por qué te lo estabas comiendo, entonces? —preguntó Fyorn, asqueado.

—Porque pretendo llegar vivo a Cryda, y para eso, a veces hay que comer mierda, ¿lo entiendes? Mierda que no te gusta ni te sacia, pero te alimenta y te mantiene.

—Siempre que no te mate... —musitó el viejo.

Fyorn volvió a mirar a Harald. La llegada de Gisli había interrumpido su conversación, pero en todo aquello había mil extremos que él no tenía claros, ni mucho menos. El viejo sonrió al percatarse de ello.

—El chico quiere saber si elegí destierro durante mi Proditor en la Inmortia —murmuró—. Sí, así fue. Después, volví a Lungeon en un barco de pescadores.

—Destierro... —murmuró Fyorn. El desprecio fue una máscara sobre su rostro o quizás una expresión adherida a él—. Qué honorable. Gente como tú no merece llevar el emblema de la legión ni siquiera debajo de la marca de los traidores.

—¿Eso crees?

Harald salió del agua y pasó por delante de él para recoger la ropa que había dejado algo más apartada.

—Sí, eso creo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.