El campamento estaba cubierto por una extraña quietud, como si el bosque hubiese contenido la respiración. Las risas, el calor humano y el leve bullicio de los días anteriores se habían desvanecido. Era el quinto día.
Zoe no había dormido bien. En su cabeza revivía la imagen de Lucas siendo arrastrado por esa fuerza invisible y brutal. Todos lo vieron. Nadie dijo nada. Solo gritos. Llantos. Luego… nada. El bosque los dispersó, los desorientó. Perdieron el camino al punto de no saber si estaban cerca del lago o si caminaban en círculos.
—Algo nos está cazando, —murmuró Zoe, reuniendo al grupo en una zona “segura” que apenas iluminaban las linternas temblorosas.
Nora estaba rara. Más que eso: estaba ajena a la pérdida de Lucas. No lloró, no preguntó por él. Solo… sonreía. Y hablaba sola. A veces, murmuraba en latín. O en algo que parecía latín.
Diego fue el primero en notarlo.
—¿Nora? ¿Por qué te estás rascando el cuello con tanta fuerza?
Ella se giró. Su sonrisa se estiró como si la piel no tuviera límite.
—No soy Nora. Nora ya no está.
Una sombra pasó por detrás de ella. O al menos eso juraron ver Irek y Angelina. Zoe se armó de valor.
—¡Ya basta! ¿Qué te pasa? ¡Dime qué hiciste con Lucas!
Pero Nora se echó a reír. Una carcajada que no venía de su garganta, sino de algo que la usaba como títere. Se alzó de golpe, y al hacerlo, su sombra en la tienda pareció crecer, deformarse. Sus ojos negros, dilatados hasta la locura.
—Ustedes no deberían estar aquí. Este bosque los vio llegar. Pero no los dejará irse. —dijo la voz gutural que salía de ella.
Nadie sabía qué hacer.
Hasta que Zoe dio un paso atrás y tropezó con algo.
El cuerpo de Lucas.
Estaba en el suelo, con los ojos abiertos… pero sin alma. Sin lengua. Sin sangre. Solo una figura marcada en su pecho, una espiral que parecía girarse sola mientras la miraban.
Gritos. Pánico.
Pero el bosque se cerró de nuevo. La oscuridad los abrazó, confundiéndoles el tiempo y el camino. La luna desapareció. Y Nora… ya no era Nora.