Normalmente, cada vez que me aburría, cogía el mando de la tele y ponía cualquier cosa, claro; no relacionada con las noticias. Los documentales tampoco eran muy entretenidos, los dibujos ya no me divertían tanto como hacía unos años, y me consideraba muy joven para ver cualquier tipo de programa en el que los participantes ganaran dinero por participar.
La mayoría de cosas que hacían eran o para adultos, o para viejos, o para niños.
Desgraciadamente, o afortunadamente, yo no era ninguna de esas cosas, así que solo encendía la tele por su sonido, y para pasar el tiempo.
El jodido tiempo, cuanto odiaba el tiempo.
Me levanté del sofá cansada, eran las 9 de la mañana y las únicas despiertas éramos yo –obviamente–, y mi madre.
—¿Quieres algo de desayunar? —le pregunté gritando de camino a la cocina.
—No, gracias. Hoy no tengo hambre. –gruñó un poco despistada.
Fruncí mis labios. No era una mala señal que alguien no quisiera desayunar, había mucha gente que por cualquier cosa decidía saltárselo. Y no siempre tenía que ser grave. Pero la diferencia era que aquella noche mi madre no había dormido. Ella no me lo había dicho, claro, no quería preocuparme, pero yo me había pasado la noche leyendo, y la había escuchado recorrer los pasillos, con pies pesados, arrastrándose por el sueño. Esas dos cosas podían estar relacionadas, nadie tendría hambre después de no haber dormido. Y una noche de insomnio, solo era una noche de insomnio, yo había tenido muchas y seguía viva.
Entré en la cocina y me hice un café. No me gustaba mucho su sabor, de hecho, no me gustaba nada, pero lo necesitaba. Puse la cápsula en la pequeña cafetera mientras bostezaba casi sin fuerzas para sostener la taza; que dejé en la encimera antes de que se cayera de mi mano.
Volví al salón con mi café y esperé a que el resto de la familia despertara. El primero fue mi padre, energético. Como siempre, nada más levantarse se hizo el desayuno.
Mi hermano no salió de la cama hasta las 12. Algo bastante normal en él. No sabía si era por la edad o simplemente ser vago estaba en sus venas. Él tenía dos años más que yo, 18 sin contar su inmadurez. Esperaba con impaciencia el momento en el que este se independizara. Aunque sospechaba que yo lo haría antes.
Mi padre aún seguía con su desayuno. Daba un pequeño trago a su café por cada 30 páginas que leía de su novela. Iba terriblemente lento y eso me frustraba. Mi hermano ni desayunó.
—¿No has dormido conmigo? —le preguntó papá a mamá. Con sus gafas rectangulares resbalando por su nariz, y una mirada interesada muy característica en él.
—Lo intenté, Mike.
—¿No dormiste?
Yo escuchaba la conversación con verdadera curiosidad, mientras fingía estar sumergida en los mensajes de mi móvil.
—No. —contestó mirando a un punto fijo—. Estaba muerta, pero aun así fue imposible.
—Deberías ir al médico cariño.
—Solo es insomnio, no es necesario.
En ese momento, ellos ya habían captado toda mi atención.
—No es solo eso, llevas así tres días.
—¿¡Tres días!? —grité sin querer. Me tapé la boca—. Ups. —Les sonreí arrepentida por haber estado escuchando aquella conversación privada.
Mi hermano me echó una vaga mirada, a mí y a la situación, solo para saber que pasaba, no obstante, enseguida volvió a sus anteriores quehaceres, fueran los que fueran.
—¡No! No, Jane, para nada. —mintió ella—. No te preocupes, solo dormí poco estos últimos días, ¡pero claro que dormí!
No me lo creí, pero le sonreí fingiendo lo contrario. Ella me devolvió la sonrisa, una cansada y falsa.
El día pasó. Hicimos lo de siempre, ni siquiera salimos de la casa. Aún menos mi madre, que se quedó la mañana y la tarde tirada en el sofá, viendo la tele, aunque más bien, parecía que mirara atreves de ella. Yo en cambio estuve todo el día merodeando por la casa, con varias preocupaciones en mente. No me podía estar quieta. Aunque sabía que lo de mamá no era nada, era imposible sacarlo de mi cabeza.
Me clavé un poco la uña de mi dedo gordo en la yema de mi índice, de esa forma esperaba poder distraerme y volver con mis cosas, aunque "mis cosas" solo fueran existir. Al principio funcionó por unos pocos segundos, pero después, de nuevo, millones de pensamientos —por supuesto negativos—, cruzaron mi mente dejándome un mal sabor de boca.
Corrí al salón y me senté en el sofá junto a mi madre.
—Mamá. —le dije.
Ella no contestó, siguió mirando a la tele, sin pestañear, como si estuviera muerta. Respiré profundamente, sabiendo que aquella duda era una tontería.
—Mamá. —repetí.
Ella giró la cabeza ligeramente, y me miró. Su movimiento fue casi nulo, pero recto, como el de un muñeco.
—Dime. —susurró. Parecía que su energía había disminuido conforme había pasado el día. Pese a ello su sonrisa no desaparecía.
—¿Estás bien? —pregunté preocupada. Necesitaba su confirmación para sentirme mejor, o aceptarlo.
—Solo estoy cansada, nada por lo que haya que preocuparse. —Hizo una mueca, que probablemente había sido el intento de una sonrisa más forzada.
Estaba mintiendo. Nadie que solo estuviera "cansada" contestaba con ese tono de voz y tenía esas pintas. No es que estuviera mal o fea, solo enferma. Y un aspecto como ese, era inconfundible.
Fruncí mis labios y miré la hora, eran las 7 de la tarde, pero yo solo quería salir y distraerme. Así que eso hice.
Conseguí una sudadera grande de mi armario que me ayudara a evitar el gélido frío del invierno, y unos pantalones chándal que cualquiera habría confundido con un pijama. Me miré al espejo. Era obvio que mi despreocupación por la ropa estaba presente en toda mi apariencia. ¡Pero que más daba! No era una fiesta.
Cogí las llaves de la entrada y abrí la puerta.
—¡Ahora vuelvo! —grité.
—¿Te vas? —preguntó mi padre asomándose desde la cocina.