—Dilo.
—No. —contesté
—Jane. —dijo la psicóloga—. Esta es la única terapia que te puede ayudar.
—También puedo hacer como que nada ha pasado, aceptar que mi madre está muerta, y seguir adelante. ¿¡De qué forma me ayudará tener que revivirlo todo!? —grité por tercera vez en el día—. ¿¡No es acaso suficiente con vivirlo y punto!?
—Mira, sé que es muy duro, pero-
—No, no lo sabes. —interrumpí enfadada.
—Vale, bueno, hablaremos del tema cuando estés lista. —decidió mientras tomaba apuntes en una pequeña libreta.
A saber las cosas que estaría escribiendo en ella sobre mí. Fueran las que fueran. Eran falsas.
—No hay más cosas de las que hablar, no necesito ayuda, estoy bien.
—Todos sabemos que no estás bien. —opinó con voz dulce, algo que me ponía de los nervios, era una dulzura tóxica, de "yo tengo la razón y punto, tú no, por eso me das pena"—. ¿Qué me dices de las pastillas?
—¿Qué pastillas?
—Tu padre me habló de ellas, dice que te tomas siempre una antes de irte a dormir.
Respiré profundamente. ¿Cómo se había atrevido papá a contarle a aquella persona algo que solo debía saber yo? Nadie más, ni él ni ella. Como se atrevía a haberme espiado. Mis acciones eran solo mías, y nadie tenía derecho a meterse en ellas. Si estaba acabando la caja de pastillas que íbamos a darle a mama era por una buena razón: Evitar a la muerte; pues todas las noches, antes de dormirme, me observaba desde la puerta esperando a que no me pudiera dormir, para matarme de la misma forma que los había hecho con mamá.
Era algo completamente natural intentar evitar cualquier carencia de vida. Porque yo no quería morir.
—He acabado por hoy. —decreté mientras me levantaba de la silla segura de mi decisión y me dirigía hacia la puerta.
Antes de que pudiera salir, ella dijo las últimas palabras.
—El miedo a no poder dormir es uno de los peores. No le dejes ir a más.
La miré, aun enfadada, y no dije nada, mi respuesta fue simple: Abrir la puerta, y salir. Fuera me esperaba mi padre, quien no me permitía ir sola al psicólogo, por miedo a que me desviara e hiciera otras cosas. Odiaba tener que ir, y él lo sabía. Me lo encontré en la recepción junto a muchos adolescentes más. No conocía a ninguno. Los miré detenidamente, y me pregunté qué les pasaría o habría pasado para que estuvieran en el mismo lugar que yo.
—¿Qué tal?
—Como siempre. —contesté mientras esperaba a que se levantara y nos fuéramos por fin.
—¿Y cómo siempre qué es?
Su mirada era preocupada, y sus ojos, a través de las gafas, se veían hundidos por la tristeza. Había perdido a su mujer.
—No me ha ayudado, dice que tengo que contarle lo que pasó con detalles y revivirlo. —Fruncí los labios—. No pienso hacer eso, una vez fue más que suficiente para mí.
—Quizás tenga razón, cariño.
—¡No te pongas de su parte! —exclamé, aun sin gritar. Ya estábamos fuera, volviendo a casa—. Le dijiste lo de las pastillas. Me espiaste de noche.
Un silencio acompañó esas palabras.
—Pensé que era lo correcto. No quiero que dependas de unas pastillas.
—No dependo de ellas. —mentí—. Solo son mi única salida. ¿Y si fue ese el error que cometió mamá? Quizás siempre tuvo insomnio, y por no tratarlo empeoró, después, murió. Tengo insomnio papá, y lo peor que me podría pasar es lo que le paso a ella. No quiero morir.
—Los médicos nos han dicho que no tuvo nada que ver lo de no dormir.
—¿Cómo no va a tener nada que ver? —ya estábamos subiendo por el ascensor—. Fue el síntoma principal.
—Que sea un síntoma no quiere decir que sea la causa. Recuerda que ellos piensan que es un virus, y la habitación de tu madre está cerrada y precintada, sea lo que sea, ahora estamos a salvo.
No contesté. Estaba en lo cierto, decían que era un virus, al parecer mamá no había sido la única, ni la primera, habían recibido pacientes con casos muy similares que parecía, no encajaban en ninguna otra enfermedad. Pero eso no me tranquilizaba. No conocíamos esa enfermedad, ni nosotros ni los médicos, y mamá no tenía relación con el resto de infectados.
¿Qué les hacía pensar que el virus sería suficientemente débil como para dejarse atrapar por un plástico precintando, si no se dejó atrapar por kilómetros de distancia? Sabía que nadie ni nada podía atravesar una pared, aunque fuera de plástico. ¿Pero y si la casa ya estaba infectada?
¿Y si era tarde?
Siempre era mejor prevenir que curar.
—Por fin ha vuelto la loca. —dijo mi hermano mirándome perezosamente—. ¿Ya han decidido meterte en un psiquiátrico? Te echaré de menos.
Volteé mis ojos. Ese inútil, siempre decía cosas absurdas, no me sorprendía aquella ironía.
—¿Y tú? ¿Ya has encontrado un piso donde mudarte antes de cumplir los 40?
Él rio y yo lo acompañé con una disimulada sonrisa. La verdad era que John tenía dinero de sobra para comprarse un piso, o dos, quizás incluso tres. ¿Pero quién aseguraba que lo de las drogas fuera algo estable? No podía arriesgarse. Además, si no fuera por ellas, sería todo un perdedor. Aunque ya lo era, recordé.
Como yo. Ambos éramos unos perdedores, y dependientes de algo insano. Me senté junto a él para descubrir, que milagrosamente estaba leyendo.
—¿Qué lees? —me acerqué.
—Medicina.
—¿Cómo es eso posible?
—Quiero saber lo del virus.
—No es por nada, John, pero si los médicos no han podido descubrir nada habiendo leído más de un libro, veo difícil que encuentres la solución ahí.
Lo cerró y dejó en la mesilla, frustrado.
—No sé qué pudo pasarle. No tiene sentido la teoría del virus. No hay ningún patrón entre los infectados, es absurdo.
—Solo hay cuatro infectados y muertos por esto. ¡Ni siquiera son suficientes para determinar un patrón! Sobre todo, si es complejo.
—Basándonos en mamá. Los virus se contagian, no recuerdo que ella hubiera estado cerca del resto.