—Jane, no es por ofender. —susurró John mientras ambos mirábamos por el cristal de la farmacia, queriendo encontrar a alguien vivo dentro, a simple vista—. Entiendo tu obsesión por las pastillas, pero no creo que sea el mejor momento para comprar una.
No contesté. Estaba concentrada, observando cada rincón, pero no vi nada, y eso resultaba pedante, porque quería decir que debía entrar y buscar yo misma más a fondo.
—Vamos.
John me hizo caso y juntos nos metimos en el pequeño local, aún abierto. Susurrábamos, en lugar de hablar con normalidad, no por necesidad, sino por lo que el lugar nos hacía sentir. La falta de sonido de aquella calle, que ni siquiera se escuchaba el movimiento de las hojas de los árboles, chocando entre ellas a causa de una ráfaga de viento, solo nos hacía querer mimetizarnos con el ambiente, como si un peligro acechara y tuviéramos que pasar desapercibidos. Nos invitaba a quedarnos callados, y nosotros lo aceptábamos.
Dentro seguía aquel calor que hacía unas horas había sentido. Como si todo siguiera igual y nada hubiera cambiado. Pero todo lo había hecho.
John observó los alrededores y curioseó algunas medicinas, yo lo seguí con la mirada, y me alerto ver como se metía una pequeña caja azul de un medicamento que yo no conocía en los bolsillos.
—¡Ey! Deja eso. —le regañé.
—No. ¡Puede sernos útil! Nadie lo va a reclamar. —protestó.
—¡El vendedor! ¡Es robar!
—No creo que ya importe eso. Estamos incomunicados y todos se están muriendo. ¡Ya no importa nada!
—¿Cómo? —pregunté confusa. Mi corazón se había acelerado. No había entendido bien lo hacía unos minutos él había querido decir con "todo se está yendo a la mierda", pero ahora. Ahora lo entendía todo.
Yo no había tenido ni puta idea de lo que estaba pasando, pensaba que nuestros padres se habían ido, o al menos mi madre, y que si estábamos ahí no era por otra cosa que no tener casa, y por miedo a contagiarnos. Pero me equivocaba, y en todo. No solo habían muerto dos personas. Estaban muriendo todos, aquel virus se había extendido, y por algún motivo, no solo el ascensor había dejado de funcionar, sino también las redes de comunicación. El mundo se estaba cayendo a pedazos, y nosotros con él.
—¿Jane? —escuché. Era John, que había visto como las facciones de mi cara, ya no denotaban tristeza, sino también terror. Mis manos estaban dentro de mis bolsillos, y apretaba con fuerza mi pequeña caja de pastillas, la única que en esos momentos podía mantenerme calmada, y asegurarme que no me iba a pasar nada. Parpadeé, volviendo a la realidad.
—¿Estamos atrapados? —pregunté—. ¿A cuántos ha afectado el virus?
—No lo sé, lo estaban diciendo en las noticias, y no han podido contactar con el resto de países, antes se ha caído la señal. No sé si estamos atrapados, pero si jodidos.
Puse las manos en mi cabeza y me apoyé en una pared cercana, sentándome en el suelo.
—Esto no puede estar pasando. —dije, mientras se abría paso un dolor en mi pecho, provocado por el miedo, la ansiedad, y la pena. Y causando que lágrimas resentidas cayeran por mis mejillas.
—Jane, todo va a estar bien. —John se sentó a mi lado—. Saldremos de aquí y encontraremos un lugar muy lejos del virus.
Quería creerle, pero no lo hice. Levanté mi cabeza y lo miré, sus ojos estaban igual de llorosos que los míos. Pero aguantaba.
—Pero quien nos asegura que no estemos ya contagiados, ¿y si no llegamos a ese lugar vivos?
—No lo sé, pero hay que pensar positivo.
—¿¡Cómo!? –pregunté en un grito–. Mamá y papá están muertos. ¿De qué sirve la positividad? Ya la tuvimos con ellos, y mira donde estamos.
No contestó, solo suspiró y se levantó.
—Deberíamos hacer algo para distraernos. —propuso mirando por toda la farmacia, como si buscara algo.
—No pienso drogarme. —susurré, imaginando sus intenciones.
—No hablaba de eso. —admitió—. Aunque no sería una mala idea.
Estuvimos un tiempo en silencio, yo aun luchando con mis demonios, y él buscando a los suyos. Al final, una idea alumbro mi mente. Podía coger todas las pastillas para dormir que quisiera, sin pagarlas y sin preocuparme. Me levanté decidida y caminé, segura, hasta estar detrás de la barra. Busqué, hasta que encontré las mías. La cogí todas y guardé en una pequeña bolsa que vi, como las de los supermercados. Después, cuando ya no quedaban más por esa misma sección, busqué esperanzada también medicamentos para dormir, no el mismo, pero igualmente útiles. Había de todo, incluido Valiums. Entonces, algo me distrajo de mi misión.
—¿Jane? —dijo una voz.
Curiosa, me giré, y lo vi. Era el chico, que había salido de la trastienda con un aspecto despreocupado. Me sonrojé, siendo consciente de la situación.
—Te juro que... —musité. Él sonrió, divertido, como siempre, y me interrumpió.
—¿Que, qué? ¿Qué no estabas robándome? Es lo que parecía.
Hice una mueca, y protesté.
—Yo no pensé que lo fueras a necesitar ahora que... ya sabes. —No me atreví a decirlo.
Frunció los labios, y me miró serio.
—No, no las voy a necesitar. —sonrió—. Dejaré que te las quedes. Pero solo si me dices que haces aquí.
Me mordí el labio inferior, intentando pensar en cómo iba a explicarle la situación. Al final, lo hice, dando vueltas y con muy mala narración, de hecho, dudé de si él lo había entendido o no. Su cara mostraba pena, y yo no quería que sintiera eso por mí, yo no quería darle pena, o hacerle sentir compasión.
—Tu madre fue una de las primeras afectadas.
—Sí.
—Lo siento mucho.
—No lo sientas, ya no hay nada que podamos hacer por ellos. —Intenté mostrar una pequeña sonrisa que él me devolvió.
—¿Y cómo pensabas que yo podría ayudarte ahora?
—¡No lo sé! —exclamé—. Eres el único que conozco, y Ella no vuelve al parque hasta la madrugada.